ABC (Sevilla)

Elogio de las ‘tradwife’

- CHAPU APAOLAZA

SIEMPRE AMANECE

Si pudiera, cocinaría durante horas platos elaboradís­imos para otras personas, aunque fueran mi mujer

EL feminismo se ha molestado mucho porque ciertas mujeres cocinan para sus maridos en cuentas de Instagram con millones de visitas y eso, al parecer, perpetúa el yugo del cochino heteropatr­iarcado. Una de ellas que se hace llamar Roro prepara durante seis horas una pasta con pato a la naranja en cuya preparació­n se emplea en todas las etapas, salvo la de cazar el pato. Yo he cazado patos al lubricán en la Janda, entre dos luces, viéndose casi solamente la silueta del pájaro y, sobre ella, el fogonazo del tiro, naranja y luminoso como los fuegos artificial­es. Sabíamos que se había acertado el lance por el porrazo del ave entre los lentiscos, y recuperába­mos la pieza gracias a un perro labrador que cobraba a ciegas, como un inspector de Hacienda.

El pato silvestre siempre me supo a limo y a río, como una carne de barro, tan distinto del pato de la casa de Marie Jo, en Francia, que cocinaban con melocotone­s. Pero yo venía a hablar de las ‘influencer­s’ que preparan recetas de manera puntillosa, pausada, detenida, tomándose su tiempo para contentar al comensal. ¡Cocinan como hombres vascos! En realidad, detenerse obsesivame­nte en la elaboració­n de un plato es una cosa tan masculina como jugar al mus con una copa de pacharán y una Faria. Pasar cuatro o cinco horas preparando unos chipirones en su tinta en la sociedad gastronómi­ca ha sido la tarea preferida de generacion­es enteras de hombres entre las que me encuentro. Estoy viendo a mi padre ahora mismo con los ojos de la memoria. Viste un delantal, ríe entre los fogones, pica perejil finísimo como para meterlo al microscopi­o, limpia pescados y carnes con el mimo de un neurociruj­ano, pocha hasta el delirio cebollas, pimientos, siempre bajando el fuego un puntito más, siempre esperando, y menea enormes cazuelas de barro con un golpe de muñeca en un vaivén de rodajas de merluza y de ‘kokotxas’, sostenido y calmado como si lo cocinara en alta mar. No siempre lo entendían. El día en que hizo el mejor marmitako de la historia en Euskal Bilera, uno de Madrid le dijo que había probado un guiso igual que ese, pero hecho con bonito en lugar de con pollo, y por poco no le arranca la cabeza.

Si pudiera, cocinaría durante horas platos elaboradís­imos para otras personas, aunque fueran mi mujer. No se me ocurre mayor placer, ni mayor grandeza. Tampoco sé qué ofensa puede haber en ser una mujer de fogón, una mujer ‘pot au feu’ como buscan los protagonis­tas de las novelas de Houellebec­q, mujeres para mojar pan, que reproducen los valores de la vida tradiciona­l; sí y qué pasa. A ver si la mujer va a poder ser libre para lo que quiera menos para cocinar una fabada a fuego lento para su marido. O es que las mujeres tienen que ser lo que diga Rita Maestre. A estas las llaman ‘tradwife’ despectiva­mente porque en este mundo te celebran mucho si construyes un futuro junto a un juguete sexual al que apodas José Luis o te autodeterm­inas como un perro pequinés que hace ‘guau’, pero no le vayas a cocinar a tu santo una merluza al pilpil, porque te estás humillando peligrosam­ente.

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