El taxista mudéjar
Era más del Madrid que Carvajal y mientras me hablaba, yo no podía dejar de pensar que somos una panda de cretinos y de catetos
Entre las cosas más difíciles del mundo hay una que está fuera de concurso y es intentar imprimir un folio en Chamberí. Es algo sencillamente imposible, y eso que durante más de una hora recorrí cinco o seis lugares en los que supuestamente deberían hacerlo rápidamente. Fue inútil y no logré más que el fracaso. Debo decir que esa hora fue, posiblemente, la peor de mi vida porque a la derrota que conlleva no poder imprimir un discurso y tener que leerlo en la pantalla del móvil, descubriendo a la vez que el público una incipiente y desconocida presbicia, se une el lento deambular bajo un sol repugnante, a cuarenta grados, perdida ya la esperanza, las constantes vitales y hasta el instinto de supervivencia.
En ese estado lamentable del alma, enfundado en un traje y una corbata que parecían de neopreno y en la inmensidad de un atasco descorazonador en José Abascal, que es la puerta principal del infierno en el mes de julio, apareció un ángel en forma de taxi, con un aire acondicionado prodigioso que me reconcilió de algún modo con el ser humano y con el concepto de progreso. Mientras mis constantes vitales se recomponían, observé que al conductor le llamaban al móvil, pero él colgaba. El móvil volvía a sonar y el taxista volvía a colgar. Así varias veces hasta que, por fin, me pidió permiso para cogerlo: «Disculpe, señor. Es mi tío. Ha venido a verme con sus hijos y con la abuela desde Marruecos, están de vacaciones en Madrid y no paran de llamarme para cualquier cosa. ¿Le importa que le atienda?». Le dije que en absoluto, que por supuesto, que solo faltaría. Que una cosa es que yo hubiera perdido el aspecto de ser humano y otra muy distinta que hubiera perdido, además, la humanidad. Hablaron un minuto, en árabe marroquí, creo que se llama ‘dariya’ y, por supuesto, no entendí una palabra.
Pero me dio por pensar. En nuestra cabeza, los marroquíes vienen a trabajar, no a hacer turismo. Y le pregunté por el tema. «O sea, ¿que viene su familia de Marruecos a hacer turismo? Cuénteme eso». El tipo sonrió. «Pues claro, vienen todos los años, como muchos otros. Los recojo en Barajas, van al Prado, al Retiro, les encanta la Gran Vía y les da por probar comidas diferentes. Duermen en un hotel cerca de mi casa y me tienen hasta las narices». Reconozco que no me esperaba esta ruptura de los estereotipos. El tipo ya había nacido aquí y me contaba que su novia, también marroquí de origen, estaba perfectamente adaptada a esta cultura porque le echaba unas broncas del carajo. Era más del Madrid que Carvajal y mientras me hablaba, yo no podía dejar de pensar que somos una panda de cretinos y de catetos. Este chico es tan castellano como yo. Nació aquí, simplemente tiene otra religión y, por lo que pude entender, ni siquiera es demasiado practicante, como cualquier chaval de su edad aunque tenga apellidos alaveses.
Estos, en otra época, se llamaban mudéjares, musulmanes en territorio castellano. O quizá, más acertadamente, castellanos cuya religión es el islam, como tantos ceutís o melillenses. Algunos quieren enviarlos de nuevo a las afueras, a las morerías, o directamente expulsarlos de su tierra, como hicieron los Reyes Católicos en 1502. Y creo que, más que nunca, hay que dejar la boina colgada y querer a nuestro país tal y como es y no tal y como algunos se imaginan que debería ser. Y, de paso, leer a Jiménez Lozano y a Delibes y su defensa de la libertad de conciencia, de la que la libertad religiosa es solo una derivada. Espero que la historia no se repita. Y si lo hace, que por una vez nos pille en el lado bueno, que no es otro que el de la libertad, la razón y, por encima de todo, el del aire acondicionado muy fuerte en los taxis de Madrid.
Hay que dejar la boina colgada y querer a nuestro país tal y como es y no tal y como algunos se imaginan que debería ser