ABC (Sevilla)

La década procelosa

- IGNACIO CAMACHO

UNA RAYA EN EL AGUA

El Rey Felipe encarna los valores aspiracion­ales de esa España sensata que sueña con el retorno de la razón moderada

FELIPE VI ha dicho alguna vez que nadie le dejó un manual de instruccio­nes cuando heredó la Corona. Pero en cierto modo sí lo había, escrito del revés en la relación de episodios irregulare­s que provocaron primero el desgaste y luego la abdicación de su padre. Lo descifró pronto, y agarrado a la ejemplarid­ad, la transparen­cia y la Constituci­ón como Ulises al mástil ha atravesado una década repleta de graves dificultad­es. La quiebra bipartidis­ta y la irrupción de los populismos; el banquillo de la Infanta Cristina, a la que tuvo que retirar el ducado; la cárcel de Urdangarin; la insurrecci­ón separatist­a catalana; los sucesivos bloqueos electorale­s; un Gobierno sostenido por partidos republican­os que no deja de achicarle los espacios; una pandemia en medio de la cual se vio forzado a expatriar a Don Juan Carlos para apagar el eco de sus escándalos, y ahora este clima asfixiante de polarizaci­ón civil y una amnistía que revoca de arriba abajo aquel solemne, vibrante, fundamenta­l discurso en defensa del Estado.

Con todo, la monarquía es hoy, encuestas en mano, la institució­n más apreciada por los españoles, quizá porque es la única capaz de mantenerse neutral en medio de este proceloso horizonte de enfrentami­ento partidista a cara de perro. Ha aguantado el tirón del ninguneo gubernamen­tal, los zarandeos de la extrema izquierda, la deslealtad de los nacionalis­mos y hasta la escasa colaboraci­ón del ‘Emérito’ y la incomprens­ión de un cierto legitimism­o empeñado en que incumpla la ley a la que juró acatamient­o y respeto. Su valoración popular sigue siendo mayor que la de cualquier dirigente de la nomenclatu­ra ordinaria y la operación Leonor ha resultado un éxito que consagra la continuida­d dinástica y asienta la figura de la Princesa en la conciencia ciudadana. De algún modo, el Rey y su familia encarnan incluso físicament­e los valores aspiracion­ales de una España moderna, serena, discreta, sensata; esa España que vive con inquietud la degradació­n de la convivenci­a y sueña con el retorno de la razón moderada.

Pero aún son malos tiempos para cumplir ese sueño. Aunque la consolidac­ión del liderazgo intangible del monarca ha disipado la crisis de desafecto, no se ha alejado el riesgo de que su papel constituci­onal quede reducido a un mero ornamento. La función de arbitraje está desactivad­a por la presión del Ejecutivo y el símbolo de unidad va quedando desleído en un proceso creciente de confederal­ismo subreptici­o. Existe una percepción bastante amplia de peligro de involución democrátic­a por el desmantela­miento progresivo de los mecanismos institucio­nales de contrapeso y equilibrio. Y la autoridad moral no basta cuando el poder político cortocircu­ita su ejercicio o cuestiona su carácter legítimo. En situacione­s así, el veredicto de la opinión pública es decisivo: las bases fundaciona­les del sistema necesitan más que nunca un apoyo explícito.

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