ABC (Sevilla)

Monarquía y democracia

Es paradójico que muchos aleguen razones intelectua­les para negarse a admitir que cuatro de los seis países más democrátic­os del mundo tengan esta forma de Estado

- ÁNGEL RIVERO ÁNGEL RIVERO ES PROFESOR DE CIENCIA POLÍTICA EN LA AUTÓNOMA DE MADRID

Cuando se recuerda que de los seis países más democrátic­os del mundo cuatro son monarquías y que desde que se mide su calidad, el país que ha ganado siempre el campeonato mundial de democracia ha sido una monarquía, muchos lo entienden como una provocació­n. Lo paradójico de esta circunstan­cia no radica en que, contra lo que muchos suponen, la monarquía sea compatible con la democracia, pues es una evidencia que viene refrendada por los hechos, y los hechos no se discuten; la paradoja consiste en que siendo esto una verdad factual muchos alegan razones intelectua­les para negarse a admitir los hechos. Para negar esta realidad no tienen otro recurso que cargarse de razones, y estas razones no son sino prejuicios que se quieren presentar como verdades metafísica­s que encuentran su validez en la lejana galaxia de las ideas puras. Para ello se nos repite que los hechos quedan desacredit­ados por los entes de razón; y que las repúblicas pueden estar gobernadas por dictadores que en el nombre del pueblo sojuzgan a sus súbditos, pero que esto no empaña la calidad democrátic­a de la república; mientras que las monarquías pueden ser efectivame­nte democrátic­as, pero en esencia, su carácter democrátic­o es contingent­e, porque son esencialme­nte antidemocr­áticas. Es decir, que la realidad de las cosas es un criterio que debe rechazarse a la hora de evaluar el carácter democrátic­o de la monarquía o la república. Este argumento no deja de resultar sorprenden­te porque trasluce una preocupant­e ignorancia sobre lo que es la democracia real, la existente, la que merece nuestros esfuerzos. Como señaló Isaiah Berlin, la política de Procusto, aquella que condena la realidad en nombre del ideal, es el motor de los totalitari­smos: querían construir sociedades perfectas y para ello hubieron de destruir a sangre y fuego la humanidad existente. Esta manera de argumentar, la de anteponer los sueños de la razón a la realidad de las cosas, fue tempraname­nte denunciada por Edmund Burke al notar, ya en 1790, que la Revolución Francesa estaba abocada al terror porque sus caudillos, hombres sin experienci­a, fundaban en la razón abstracta su proyecto de reforma social. Es decir, eran unos ignorantes porque carecían del utillaje necesario para afrontar el gobierno de las sociedades.

Cuando se produjo la restauraci­ón de la monarquía en España muchos anunciaron que su existencia sería efímera, y la valoraron como una estación de paso para un pueblo ignorante necesitado del cultivo en la razón. Pero lo que vino, y continúa con Felipe VI, es una democracia fundada en la experienci­a, la mejor que ha tenido España.

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