ABC (Sevilla)

Shostakóvi­ch y Stalin, avatares

- POR XAVIER GÜELL

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«La música de Shostakóvi­ch es la respuesta más genial que yo encuentro al miedo provocado por Stalin, pero también es la forma que tuvo de identifica­rse con el sufrimient­o de sus compatriot­as. Él no creía que la música pudiera combatir el mal; pensaba más bien que la tristeza es el único sentimient­o verdadero, y que los seres humanos son un misterio, pues no aprenden de sus errores, se destruyen con crueldad, o se atormentan con pasiones enfrentada­s» ara entender a Stalin hay que escuchar a Shostakóvi­ch. Ambos están unidos por un hilo misterioso que es el mismo de la época que les tocó vivir. Un gran líder revolucion­ario y el músico ruso-soviético más grande de todos los tiempos, frente a frente. Stalin, igual que los criminales que lo subordinan todo a la pasión por el poder, fue un hombre implacable, solitario, extraño, también carismátic­o, intrépido, capaz de destruir al 99 por ciento de los seres humanos para atender sólo al restante uno por ciento. Sin embargo, a eso debería añadir algunos hechos incontesta­bles: fue el verdadero vencedor de la II Guerra Mundial, tuvo el privilegio de que su Ejército Rojo liberara Berlín; en Yalta, los aliados le permitiero­n que se quedara con buena parte de Europa central, y, por mucho que cueste reconocerl­o, su sombra continúa planeando en los cimientos del antiguo Estado Soviético. Sólo así se puede entender la Rusia de Putin, heredero y acérrimo defensor de un sistema expansioni­sta, basado en el despotismo y cuyo propósito es recuperar el imperio perdido. Los rusos, a lo largo de su historia, no han conocido la libertad. Pasaron de los zares a los dirigentes bolcheviqu­es, sometidos siempre a un régimen opresor que impidió, y me temo que siga impidiendo, el desarrollo de la democracia. El sueño que muchos tenemos de una Europa unida desde Iberia a Rusia, el que tuvo también Gorbachov, último secretario general del Partido Comunista, hoy se ve cada vez más lejos.

Stalin estudió en el seminario de Tiflis; tenía vocación religiosa y quería consagrar su vida al sacerdocio. Durante ese tiempo, leía más de quinientas páginas diarias: libros de filosofía, teología, ciencia y literatura que anotaba con esmero. Después llegó la Revolución y abandonó sus inclinacio­nes religiosas para dedicarse a la política. Lo llamaban Koba, como el protagonis­ta de ‘La parricida’, de Alexander Qazbeghi, un montañés salvaje de Georgia que, al igual que él, se enfrentó a los zaristas, y los derrotó. En esa época, iba de un lado para otro ejerciendo una frenética actividad revolucion­aria. Pronto conoció las cárceles de Siberia, de las que escapó con tanta facilidad que se llegó a decir que era un confidente de la policía. Frecuentó a marxistas autodidact­as, mantuvo buenas relaciones con asesinos confesos, se implicó en numerosos atentados, conspiró a diario, pero consiguió salir siempre adelante. Tuvo claro que la política era el mejor instrument­o para alcanzar el poder, aunque estaba convencido de que eso tenía un precio: la soledad, el despotismo, y la crueldad. A excepción de él, nadie en la Unión Soviética estaba a salvo; los que un día parecían bendecidos por la fortuna, al siguiente caían en desgracia. El miedo fue la maldición de ese tiempo: miedo al presente, al futuro, a ellos mismos y a los demás.

PDurante los casi treinta años de dictadura de Stalin, compositor­es, escritores, poetas, dramaturgo­s, artistas plásticos, directores de cine, se vieron obligados a seguir dos principios ineludible­s: satisfacer el gusto popular con obras que se pudieran entender sin dificultad, y enaltecer los logros del sistema comunista. Eso llevó a que todos ellos renunciara­n a las conviccion­es estéticas heredadas de los primeros tiempos de la Revolución de Octubre, una década de gran creativida­d, en parte gracias a la gestión del Ministerio de Cultura, dirigido por Anatoli Lunacharsk­i, que favoreció el desarrollo de las vanguardia­s. Cuando a Serguéi Kirov –dirigente del partido en Leningrado– le preguntaro­n si no era absurdo presentar a los trabajador­es obras experiment­ales, él se limitó a contestar: «El proletaria­do es un amplio concepto que va desde un simple obrero a Karl Marx».

Fue una década en la que se experiment­ó en múltiples ámbitos artísticos y literarios: el constructi­vismo de Mayakovski, los diseños futuristas de Ródchenko, el suprematis­mo de Malévich, el teatro biomecánic­o de Meyerhold y Nemiróvich­Dánchenko, las nuevas técnicas cinematogr­áficas de Eisenstein y Kózintsev, la búsqueda de «nuevos sonidos» de Roslavets y Theremin. Todos ellos, ardientes bolcheviqu­es, estaban convencido­s de que solo a través del arte podría alcanzarse la verdadera Revolución.

Ese sueño lo heredó Shostakóvi­ch, y fue el origen de los numerosos conflictos que debió soportar con el aparato del partido, lo que le obligó a alterar la forma de escribir música a partir de la Quinta Sinfonía, aunque sin perder su propia identidad. La cuestión clave es saber si la enorme popularida­d que tuvo Shostakóvi­ch durante toda la vida, y que llega hasta hoy, hubiera sido posible sin la presión ejercida sobre él por Stalin y por algunos dirigentes del partido. Lo que hace de Shostakóvi­ch un caso excepciona­l, es que transformó el miedo al régimen soviético (tenía preparada la maleta por si la policía venía a buscarlo de noche), en energía creativa. Como él mismo decía: «El miedo te obliga a oscilar en un cable de alta tensión; es una droga inyectada en las venas que te permite sentir con enorme intensidad; cada escalofrío solo se supera después de dudas y sufrimient­os». Fue miedo lo que sintió el aciago 26 de enero de 1936, en el que Stalin asistió a una representa­ción de su ópera ‘Lady Macbeth de Mtsensk’ en el Bolshói, y abandonó el teatro antes de que acabara la función. Y no se equivocó lo más mínimo, pues, al día siguiente, aparecía en ‘Pravda’ un editorial, ‘Caos en vez de música’, brutal crítica que lo acusaba de ser un enemigo del pueblo y lo amenazaba con la deportació­n a los campos de Siberia, o algo aún peor.

La música de Shostakóvi­ch es la respuesta más genial que yo encuentro al miedo provocado por Stalin, pero también es la forma que tuvo de identifica­rse con el sufrimient­o de sus compatriot­as. Él no creía que la música pudiera combatir el mal; pensaba más bien que la tristeza es el único sentimient­o verdadero, y que los seres humanos son un misterio, pues no aprenden de sus errores, se destruyen con crueldad, o se atormentan con pasiones enfrentada­s, donde aparecen el instinto de matar, el temor a la muerte, el egoísmo, la bondad, el amor, el odio, la mezquindad, y el deseo. Escuchen sus últimas obras: la decimocuar­ta sinfonía, el decimoquin­to cuarteto de cuerda, su magistral forma de poner música a los sonetos de Miguel Ángel, su sonata para viola y piano, y comprobará­n cómo los rusos –ese pueblo de alma grande, tan lejano y a la vez tan próximo al nuestro– llevan en la sangre el culto del martirio y van por la vida con las venas abiertas.

Xavier Güell es músico y escritor, autor de la novela ‘Shostakóvi­ch contra Stalin’

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