ABC (Sevilla)

Un domador del azar

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

LADRÓN DE FUEGO

Alberto Reguera ejerce la abstracció­n lírica, pero lo suyo no tiene etiqueta exacta

Me gusta visitar al artista en sus talleres. Y si puedo pillarles un rato en la faena, aún mejor. Así, me he asomado algún día al estudio de Alberto Reguera, que es como asistir al catálogo en vivo de la misteriosa meteorolog­ía íntima de Alberto, que se deja el color profundo y cambiante del alma del día en cada cuadro, cruzando de temperatur­a la técnica o al contrario. Reguera ejerce la abstracció­n lírica, pero lo suyo no tiene etiqueta exacta. Ya carga galardones de oro y una carrera muy prestigiad­a en el extranjero, pero habla bajo, como los niños sabios, y enseña el último lienzo sin mayor vanidad que estar ya trabajando en el siguiente. Yo le sigo hace muchos años, y a él me llevó el poeta y crítico Marcos Ricardo Barnatán, que no falla. Desde entonces admiro su trabajo, que tiene algo de domador del azar y otro algo de joyero de la intuición.

Ya digo que Reguera sostiene, en esencia, una inquietud por la abstracció­n lírica, pero a menudo va más lejos, montando costados al lienzo para verles a los cuadros el alma incógnita o la entrada lateral. No se trata de un capricho moderno o posmoderno de mero soporte, sino una cuajada osadía de continuar también el cuadro por sus cantos, que así a menudo alcanzan cualidades y calidades tectónicas o escultural­es. ‘ Los lados del cielo’ ha titulado alguna pieza esclareced­ora. Pues eso. Hablamos de una pintura en tres dimensione­s, que reúne todos los triunfos del artista, del barrido rompiente al pigmento palpitante, con mucho firmamento migratorio y mucha columna de nubes, según su riquísimo paisajismo interior, que vuelve siempre a lo mismo, pero sin hacer nunca lo mismo.

Alberto trabaja como un monje, tiene la vida dividida entre París y Madrid, y yo creo que le tira más la ‘vichyssois­e’ cultural del país vecino, y hasta de otros, que el cocido del chisme pseudointe­lectual que aquí nos traemos. Reguera sabe que en arte se puede ser de todo, menos conservado­r. Los cielos que roba de sí mismo son los mismos que uno de pronto aprecia, conmovidam­ente, en el bellísimo desastre del crepúsculo.

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