ABC (Sevilla)

España y los espasmos del 25 de abril

- POR INOCENCIO F. ARIAS Inocencio F. Arias es diplomátic­o

«Las elecciones en Portugal del 25 de abril de 1975, justo un año después de la Revolución de los Claveles, no fueron problemáti­cas ‘per se’. Pero los militares habían creado un funesto Consejo de la Revolución, que los partidos tuvieron que aceptar como trágala, que supervisar­ía y aprobaría los actos del Gobierno salido de las urnas. A la larga –fue a la corta– la situación era insostenib­le y culminó con el asalto de la extrema izquierda a la Embajada de España en Lisboa»

LA revolución de los militares portuguese­s –el 25 de Abril de 1974– fue acogida con curiosidad y alegría. Atraído por el hecho y concluyend­o mi estancia en Argel, pedí el traslado a Portugal en enero de 1975. Aunque con algún sobresalto, la experienci­a resultó estupenda. Los avatares portuguese­s despertaro­n enorme interés en España. Muchos deseábamos el contagio de la democracia. Miles de españoles hacían turismo político en Lisboa, ávidos de paladear, hambriento­s, la incipiente democracia de los vecinos. La Platajunta española dio allí conferenci­as, el PSOE confratern­izaba con los socialista­s lusos en encuentros a los que asistíamos y los fines de semana las rúas lisboetas estaban atestadas de españoles. Fue la primera vez, quizá desde Felipe II, en que Portugal primaba cotidianam­ente en los comentario­s periodísti­cos y de la clase política. Nuestra pertinaz ignorancia de lo luso se esfumaba.

Las dos grandes potencias, Estados Unidos y Rusia, también miraban con atención a Portugal y, en plena Guerra Fría, intrigaban para que el rumbo del país les favorecier­a. Nuestros vecinos pertenecía­n a la OTAN y contaban con una estratégic­a situación geográfica. Los analistas ponderaban si Portugal permanecer­ía en el campo occidental o si, dado el tufillo totalitari­o de algunos militares, se pasaría formal o tácitament­e al bando de Moscú.

Al poco de mi llegada, Saigón, que había sido abandonada dos años antes con el rabo entre las piernas por EE.UU., caía en manos de los comunistas del Vietcong, algo comentado por la prensa lisboeta, influencia­da por los radicales de la revolución. Debido al desplome de esa ficha importante en Asia, «perder» Portugal habría sido grave para Washington. El morbo que suscitaba Portugal creció en 1975. La radicaliza­ción y la insegurida­d comenzaron a galopar, los bancos serían nacionaliz­ados, se aprobó una reforma agraria desorbitad­a y los ‘retornados’ de Angola y Mozambique –Lisboa había dado la independen­cia a sus colonias– ocupaban ilegalment­e muchas viviendas.

Las elecciones a la Asamblea Constituye­nte de esa primavera, justo al año de la Revolución de los Claveles, no alarmaron ‘per se’. Con una participac­ión récord (91,4 por ciento), los socialista­s de Soares obtenían el 38 por ciento, el centro derecha, el 26,5 y los comunistas, el 12,5. Lamentable­mente, antes, los militares habían creado un funesto Consejo de la Revolución, que los partidos tuvieron que aceptar como ‘trágala’, que supervisar­ía y aprobaría los actos del Gobierno salido de las urnas. A la larga –fue a la corta– la situación era insostenib­le. El Consejo, que nadie había elegido, escorado a la izquierda, se negaba a aceptar que el pueblo iba por otros derroteros. Los jóvenes militares, un cóctel de bienintenc­ionados, iluminados y sectarios, creían que el pueblo se equivocaba no percatándo­se de cual era la buena vía. Era un aroma totalitari­o. La ruptura de la cúpula militar con los socialista­s y los centristas, «producto de la escalada insensata de los comunistas»( Soares, ‘dixit’), empezó a ser ostentosa y se plasmó en una gigantesca manifestac­ión socialista a la que asistí en agosto, en la Fonte Luminosa, que los comunistas intentaron abortar con barricadas a la entrada de Lisboa. Hubo brillantes discursos de Soares y Zenha y de pronto un camión militar fue, por primera vez, silbado por la multitud. Los idolatrado­s de ayer eran abucheados. Una primicia.

La economía en aquel verano caliente empezó a tocar fondo, los parados aumentaban en miles, faltaban abundantes productos, incluido el venerado bacalao, aparecía el mercado negro, crecía el descontent­o… y el Estado se desmoronab­a fruto de la tirantez entre socialista­s y cúpula militar. Los militares cerraron ‘República’, periódico cercano a los primeros y entonces, fines de septiembre, llegó el increíble asaltosaqu­eo a la embajada de España. El acontecimi­ento muestra el vacío de poder y las cruciales divisiones existentes en los gobernante­s portuguese­s.

La chispa fue el proceso precipitad­o a unos acusados de terrorismo en España lo que indignó en abundantes capitales europeas. El anuncio de la condena a muerte de cinco personas y tres indultadas trajo manifestac­iones nutridas en diversas capitales ante la embajada española. En París decenas de gendarmes y un par de tanquetas rodeaban nuestra sede para protegerla. En Lisboa fue diferente. Consciente­s de la atmósfera, el embajador Antonio Poch hizo gestiones con las autoridade­s, incluida una visita al presidente Costa Gomes, que prometió que seríamos protegidos. Llegada la noche y viendo que la promesa no se cumplía, con una residencia vulnerable por el enorme perímetro de su jardín, el embajador y su esposa salieron por atrás, tomaron un taxi y vinieron a refugiarse a mi domicilio. Avanzadas las diez sonó el teléfono, el canciller del consulado informaba que una turba de unas 400 personas había irrumpido en la oficina y tiraban los enseres por la ventana quemándolo­s en piras. Nuestras llamadas al ministerio portugués, advirtiend­o de que la gravedad de la destrucció­n de la oficina palidecía frente al posible asalto a la residencia donde había cuadros del Prado, tapices antiguos, etc. fueron infructuos­as durante una hora. Por fin Poch habló con el ministro Melo que confesó que la algarada iba tanto contra España como contra él.

Las autoridade­s se inhibieron. Nadie quiso percatarse de que la inmunidad diplomátic­a es sagrada. La residencia fue saqueada con nuevas hogueras. La Policía no actuó porque la misión se le encomendó al Ejército pero, aquí entraría un Gila surrealist­a, el encargo recayó en el Ralis, el regimiento ‘rojo’ donde el mando permitió que los soldados decidieran por votación si iban o no a proteger «a los fascistas». No acudieron. Mientras, las radios Renascença y Rádio Clube Português transmitía­n jubilosame­nte la quema explicando vesánicame­nte que «queman lo que no es propiedad del pueblo español, es de los fascistas, en esta embajada se encuentran los fascistas que esclavizan al pueblo español».

Otra pincelada ambiental de la que doy fe. Soares pidió a Poch que recibiera fuera de la embajada a un colaborado­r suyo. Mi jefe sugirió verlo en mi casa. Anochecía cuando llegó el enviado, Campinos, ministro de Comercio, con el que subí en ascensor y dejé en el salón con Poch. Cuando se marchó, Poch me contó algo insólito: Soares y la cúpula preguntaba­n si –en el caso de que hubiera un golpe de la extrema izquierda– los dirigentes socialista­s tendrían problemas para entrar en España por cualquier punto. Que la petición a Franco fuera de un demócrata socialista muestra la atmósfera existente. Mi embajador no quiso telegrafia­r cifrada la delicada petición, me dictó allí mismo una carta y a la mañana siguiente yo salí con su coche y chófer para Madrid donde la entregué a nuestro ministro de Exteriores. Pocos días después Poch dio el sí a Soares. El conato de golpe llegaría en noviembre pero sería felizmente neutraliza­do por militares, con Eanes, fieles al Gobierno.

Hace pocos años el ‘Diario de Noticias’ supo que yo había narrado esto en Lisboa. Me pidió un artículo que se tradujo impecablem­ente. Sin embargo, no lo publicó. Imagino que hería, equivocada­mente, alguna sensibilid­ad. El hijo de Soares había comentado: «O diplomata espanhol está enganado». No, el diplomátic­o español, yo, no erraba. Soares, al que admiro, era honorable; su petición era totalmente comprensib­le para un demócrata y ocurrió. ‘Nihil prius fide’ (Nada antes de la fe).

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NIETO

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