Las emparedadas de Sevilla y Triana
El emparedamiento individual, que se remonta al menos al siglo XIV, era llevado a cabo levantando una pequeño cubículo que era adosado a los muros de un convento o iglesia
No pretendo hablarles hoy de aquella famosa leyenda acaecida en el barrio sevillano de San Lorenzo en torno a 1868, según la cual, a intempestivas horas, un albañil fue requerido con urgencia y llevado a cierta casa con los ojos vendados para levantar un muro a cambio de una suma importante de dinero. No sabía el alarife que, en realidad, el requiriente pretendía emparedar a su esposa en vida, a lo que hubo de acceder amenazado con una pistola apuntándole a la espalda.
A diferencia de aquella ‘emparedada de San Lorenzo’, salvada gracias a que el albañil recordó el sonido de unas campanas y que la policía identificó con las del reloj recién instalado en aquella iglesia, el emparedamiento del que ahora nos ocupamos tenía lugar de una forma voluntaria, a petición de una señora, muchas veces de alta alcurnia que, en una forma extrema de entender la religión, tomaba la decisión de ser sepultada en vida.
Cierto es que la reclusión podía tener distintos niveles de intensidad o hacerse de diferentes maneras, tanto de manera individual como colectiva. Esta última modalidad dio como resultado los llamados ‘beaterios’ o pequeñas comunidades de mujeres seglares que no perdían el contacto con el mundo exterior y que, a la postre, en muchos casos, terminan adscribiéndose a una regla y fundado o integrándose en un determinado convento. Este modelo de emparedamiento colectivo o microemparedamiento parece que fue el más extendido en Sevilla a partir del siglo XV, existiendo prácticamente emparedadas en todas las collaciones de la ciudad. Así, entre el siglo XIV y XV, sabemos de la existencia de emparedamientos en la iglesia de San Ildefonso, San Martín, San Pedro, San Vicente, Santa María Magdalena, San Bartolomé, San Isidoro, San Llorente, San Miguel, San Juan de la Palma, San Julián, Santiago de la Espada, en el convento de la Trinidad o en San Salvador.
El emparedamiento individual, radical y extremo también debió existir en la capital hispalense durante la Baja
Edad Media, aunque resulta complicado localizar y demostrar documentalmente, a diferencia de lo que acontece en otras ciudades españolas. En efecto, aunque por ciertos testamentos sabemos de la existencia de una sola emparedada en ciertas iglesias o conventos, realmente no podemos asegurar que hubiese una única reclusa o si, por el contrario, sencillamente su nombre es el único que se ha conservado.
De cualquier forma, el emparedamiento individual era llevado a cabo levantando una pequeña habitación o cubículo que era adosado a los muros de un convento o iglesia. En otras ciudades consta que también ciertas mujeres se emparedaron en sitios públicos y muy transitados de la ciudad, como arcos, puentes o fortalezas. ¿Sería éste el caso de la emparedada de San Jorge, en Triana, que aparece en las fuentes en más de una ocasión? Nada sabemos con seguridad, pues en la documentación consultada solo se hace una referencia genérica a ‘las emparedadas de Triana’ o, a lo sumo, a las ‘de Santa Ana y San Jorge’, sin más especificación.
Emparedamiento extremo
El emparedamiento individual y extremo comenzaba con un ritual oficiado por un párroco o sacerdote, tras lo cual la emparedada era introducida en el pequeño cubículo; a continuación, y como actualmente se sigue haciendo en los nichos de los cementerios, el albañil comenzaba a tabicar la puerta, subiendo ladrillos hilada tras hilada, hasta que, finalmente, la imagen de la señora desaparecía de la vista de los allí concentrados, sus familiares, amigos y curiosos. Sólo tras su muerte, la emparedada será sacada de aquella tumba en vida y conducida a su sepultura definitiva.
En aquella pequeña habitación, sin contar más que con una jarra, una escudilla, un cubo para hacer sus necesidades y una manta para el invierno, la emparedada llevaba una vida contemplativa. A través de un pequeño orificio, que se abría al interior de la iglesia, la emparedada podía seguir las misas y demás actos litúrgicos que se celebraban en el altar mayor. Existía además otro hueco o ventana, la fenestrella, que era el único medio de comunicación de la emparedada con el mundo exterior. Por este ventanuco, colocado a cierta altura para preservar su intimidad y protegido por una reja, cortina o celosía, se introducían los alimentos a la emparedada y se retiraba la suciedad e inmundicias. A veces, los vecinos se acercaban hasta allí a dar limosna a la emparedada, para recibir consejos espirituales o para pedir oraciones por su alma, pues para el pueblo aquellas mujeres eran unas verdaderas santas. Por esta razón, en muchos testamentos de la Sevilla medieval, los testadores se acuerdan de ellas dejándoles mandas y legados piadosos a cambio de sus plegarias. Un caso de supuesta santidad muy sonado fue el de una beata, la llamada Madre Catalina, ante la que el pueblo se arrodillaba y recogía jirones de su hábito y de su cabello como si reliquias fueran. Pero en otras ocasiones no parece que las emparedadas fueran tan santas, pues la supuesta vida contemplativa era sustituida por sus continuos cotilleos y por ciertas herejías. Tales circunstancias obligaron a la misma Inquisición a tomar cartas en el asunto. Así sucedió con el conocido caso de las ‘iluminadas de Sevilla’, donde ciertas beatas fueron castigadas y exhibidas con San Benito en auto de fe.
Como de siempre hubo clases y clases, existieron emparedadas ricas y pobres; las primeras pertenecían a los principales linajes de esta ciudad, siendo frecuente en estos casos que la emparedada se llevara consigo a su ‘tumba’ a alguna criada o esclava para que la siguiera atendiendo en su reclusión. Tal fue el caso de Juana de Santa María, emparedada en Santiago de la Espada, que se llevó a la reclusión a su aya Catalina Martínez. En estos casos, se solían labrar dos celdas diferenciadas, aunque comunicadas entre si; una era más espaciosa -y suponemos que dotada de todo lo necesario para la señora- y la otra, lúgubre, fría y prácticamente vacía para la criada. Estos emparedamientos ‘vip’ se ubicaron en el mismo centro de la ciudad, en iglesias como San Juan de la Palma, Santiago de la Espada o El Salvador, sitas en collaciones donde residían los linajes más distinguidos, como Ribera, Santillán, Medina o Esquivel, que no escatimaban en recursos para que a sus emparedadas no le faltase de nada en su reclusión. Las emparedadas pobres, por el contrario, subsistían en sus emparedamientos situados en el resto de las collaciones, adosadas a las tapias de sus iglesias o conventos, y debiendo conformarse con las limosnas de los vecinos.
De cualquier forma, si bien conocemos la suerte de algunas casas utilizadas por las emparedadas colectivamente, que terminaron con los años convertidas en conventos o agrupadas a los mismos, más difícil resulta la búsqueda de las celdas utilizadas por las emparedadas individualmente. ¿Subsiste alguna en Sevilla hoy en día? Sinceramente no lo sabemos, aunque cierto es que algunas habitaciones y cavidades que se conservan cerca de los muros, sacristías y altares dan mucho que pensar y habría que investigar sobre ello. En un recorrido por el Casco Histórico de la ciudad, por sus iglesias y conventos medievales, si algo hay que nos recuerda a un antiguo emparedamiento –que no
¿Subsiste alguna en Sevilla hoy? Algunas cavidades que se conservan cerca de muros, altares y sacristías dan mucho que pensar
decimos que lo sea– es la habitación adosada a la iglesia de San Juan de la Palma que acoge al Cristo de los Afligidos, el ‘de la ventana’ de la calle Feria.
El Cristo en la actualidad sobrecoge el alma y causa sorpresa a todos los que transitan desprevenidos por aquella calle mayor de la capital, sensaciones muy parecidas a las que debieron experimentar los sevillanos de siglos atrás al encontrarse con las emparedadas de Sevilla y Triana.