ABC (Sevilla)

LA DORADA TRIBU Curro Romero, un ser de lejanías

▸ El torero que fue se le antoja hoy a Curro un ser de lejanías, y a ese ser, ya mitológico, le acaba de poner una distinción de oro este periódico. Es Curro un monumento a la verdad y un patrimonio de Sevilla

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

Tiene Curro Romero una cátedra en el retranquea­miento, hablando muchísimo sin decir nunca ni pío. En él la austeridad se ha cumplido como elocuencia. Camina como haciendo un paseíllo interior. Yo sospecho que le da más importanci­a a la camisa bien planchada que a su talento innumerabl­e, y mítico. Tiene la sabiduría del que se explica, cuando mira. Incluso cuando no mira. Le he visto insistir en que le gusta la gente que le conoce de pronto, y va y le confiesa que no se le acercaron en su momento, por no molestarle. El torero que fue se le antoja hoy a Curro un ser de lejanías, y a ese ser, ya mitológico, le acaba de poner una distinción de oro este periódico, «por reunir los valores artísticos y humanos que dignifican el arte del toreo». Hay que aplaudir el premio, hay que aplaudir siempre a Curro.

Yo arriesgarí­a que él lamenta que el gentío no le haya olvidado al fin, cuando ya lleva ya más de quince años retirado, rato arriba, rato abajo. Pero quizá no, porque ha agradecido este premio de valiente poderío celebrando la memoria de los que aún piensan en Curro Romero y se estremecen. Somos muchos. Un día esperando Curro un taxi, en la calle San Fernando, en Sevilla, vio venir el preceptivo coche de caballos. En él, el cochero iba precisando a los varios turistas a bordo los monumentos sucesivos del tránsito. «A la derecha, –precisaba el guía–, la antigua Fábrica de Tabacos. A la derecha, Curro Romero». A él estas perlas de anecdotari­o le desatan el rubor. Pero estas perlas hay que exhibirlas. Es Curro un monumento a la verdad, como firmó alguien, y un patrimonio de Sevilla, donde sufre de alma si pierde el Betis.

En Madrid también se le reverencia. Su madre, Andrea López, no lo vio torear ni en vídeos. El la sacó de la dura y adversa vida, y luego todo seguido, de torero o no, hasta no tener mayor ambición que el día en paz. Le he tratado, al costado de Carmen Tello, su mujer, que es ceñida, elegante, y amable de mucha estatura, que es como ser dos veces amable. Carmen, a veces, transitó los papeles de lo sentimenta­l, por órbita amistosa de la duquesa de Alba, mayormente, pero Curro siempre estuvo ahí sin mancharse ni quebrarse, un poco o un mucho como su propia estatua plácida. No le mola el artisteo, lo que quiere decir que le embelesa el arte, con toros o sin toros. En el 67 se negó a matar un toro, y fue encarcelad­o. Al día siguiente del calabozo, triunfaba en Las Ventas, saliendo a hombros por la calle de Alcalá. Con 66 tacos cortó dos orejas en la Maestranza. Su rodeo es la sentencia. Amó a Camarón, y a otros embrujados del flamenco, con quienes repartió la noche. Tiene andanzas de novela con Rancapino, Pansequito, Chocolate, Caracol. Hay mucho en él de bohemia bien peinada, de aristocrac­ia de la insomne soledad convencida. Villalón, aquel que pretendía toros de ojos verdes, dejó para siempre la máxima de que el mundo se divide en los que han visto a Curro Romero y los que no han visto nada. A Antonio Burgos, que le esclarecía las honduras últimas, le dijo Curro que se hizo torero para sacar a su gente del lodo, y para «hartarse de dormir». Está segurísimo de haber sido gitano, hace cuatro o cinco siglos. Le tienen ley incluso los que nunca le vieron torear. Y si no, pues allá ellos. Que tanto indescifra­ble se pierden.

Andanzas de novela Amó a Camarón, y a otros embrujados del flamenco, con quienes repartió la noche

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El torero junto a su estatua, en La Algaba // ROCÍO RUZ
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