El magnolio de Cernuda
TRIBUNA ABIERTA
LUIS Cernuda sintió desde niño una creciente fascinación por el mundo vegetal. Le atraían las plantas del patio de su casa natal, los renuevos verdinegros de las hojas que surgían de pronto como un prodigio ante sus asombrados ojos, el milagro de la germinación brotando misteriosamente de la tierra después de plantar aquel tallo cortado por sus manos… Era Albanio viviendo en el paraíso de la infancia antes de que la conciencia del tiempo acabase con su inconsciente eternidad gozosamente vivida : «Le gustaba al niño ir siguiendo paciente, día tras día, el brotar oscuro de las plantas y de sus flores. La aparición de una hoja plegada aún y apenas visible su verde traslúcido junto al tallo donde ayer no estaba, le llenaba de asombro, y con ojos atentos, durante largo rato, quería sorprender su movimiento, su crecimiento invisible, tal otros quieren sorprender, en su vuelo, cómo mueve las alas el pájaro».
Esa misma fascinación infantil por las plantas del patio de Acetres fue extendiéndose a los jardines de Sevilla, en especial a los espacios arbóreos del Alcázar, que visitó con mucha frecuencia. Hasta tal punto se sintió atraído por este paraíso vegetal que en 1928, a poco de dejar Sevilla y establecerse en Madrid, le urgirá en una carta a su amigo Higinio Capote a que le mande una fotografía de una «alameda de palmeras bajas» en la que hay «un estanque con una gruta, y dentro de ella un busto con dos caras». Ese rincón del Alcázar sevillano lo llevaría Cernuda incorporado para siempre a su mitología poética.
Pero la más alta expresión mítica del mundo vegetal cernudiano la reservaría el poeta para un magnolio que sobresalía de las tapias de una casa ante la que pasaba camino de sus quehaceres diarios. Un magnolio que lo sedujo vivamente y que, incorporado en ‘Ocnos’ y trascendido como una deslumbrante figuración poética, sería para él la representación misma del vivir, la imagen de su propia existencia. Quizá por ello quiso ser especialmente preciso en su ubicación topográfica, en aquel espacio que da acceso al barrio de Santa Cruz desde el Patio de Banderas del Alcázar. Un espacio en el que los topónimos Vida y Agua parecen otras tantas llamadas al goce silencioso de las horas: «Se entraba a la calle por un arco.
Era estrecha, tanto que quien iba por en medio de ella podía tocar ambos muros. Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul».
En ese laberíntico trazado de la antigua judería, por encima de tapias y tejados, se perfilaba, «cubriéndolo todo con sus ramas, el inmenso magnolio» en cuyas hojas «brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores». Hojas y flores que ilustraban toda una forma de vivir fundada en el silencio, en la fecunda soledad del poeta, justamente la que Cernuda viviría en sus dolientes años de exiliado: «Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más libre, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios».
Los estudiosos del poeta han buscado afanosamente, sin hallarlo, un testimonio gráfico de aquel magnolio cernudiano. Testimonio que hoy ilustra este artículo y que llega felizmente a mis manos por gentileza de mi compañero académico Ignacio Medina Fernández de Córdoba, duque de Segorbe. La fotografía, para mí desconocida y que doy por inédita (no me consta que haya sido publicada hasta el momento y pido excusas si lo hubiese sido) recoge una auténtica escena de calle, es un documento costumbrista de valor sociológico. La arquitectura del lugar, más tosca, más descuidada que la que ofrece hoy pero aun así muy reconocible, puede muy bien corresponder a las primeras décadas del siglo XX, los años de infancia y juventud de Cernuda recogidos en ‘Ocnos’ .
En el centro de la calle, como único protagonista de la escena, un burrero guía a un borriquillo con los serones vacíos que tal vez antes habían estado llenos de pan, quizá ese pan de Alcalá que Cernuda añoraba desde la lejanía. Era uno de los muchos vendedores que por aquel entonces transitaban con sus mercancías por las callejas del barrio. Y en el fondo, sobresaliendo sobre las tapias de una casa, el gigantesco magnolio, alto y aéreo, con su blancor de flores de áspero y elegante aroma que no debe tocar, sin marchitarlas, la mano humana. La imagen misma de aquel poeta que, al igual que el árbol, se consumió en su propio ardor de altura lírica.
La más alta expresión mítica del mundo vegetal cernudiano la reservaría el poeta para un magnolio que sobresalía de las tapias de una casa ante la que pasaba camino de sus quehaceres diarios