UNA COMPRA QUE SE DEBE EXPLICAR
El Gobierno deberá justificar por qué los instrumentos legales existentes no permiten asegurar la estabilidad de Telefónica y es necesario que el Estado entre en el capital
Veinticuatro años después de su completa privatización, iniciada por un gobierno de Felipe González y concluida por otro de José María Aznar, el Estado volverá al accionariado de Telefónica de la mano de Pedro Sánchez. El Consejo de Ministros autorizó ayer la compra de hasta un 10 por ciento de su capital social, que se llevará a cabo por la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI). La decisión no fue comunicada durante la tradicional rueda de prensa del Consejo de Ministros y se conoció por un hecho relevante enviado a la CNMV. La nota del Consejo de Ministros destaca que «la presencia de un accionista público en Telefónica supondrá un refuerzo para su estabilidad accionarial y, en consecuencia, para preservar las capacidades estratégicas y de esencial importancia para los intereses nacionales». Pero estas explicaciones deberían ofrecerse con detalle en el Parlamento, donde el Gobierno deberá explicar por qué la actual arquitectura legal no le permite asegurar esos objetivos y debe recurrir a la entrada en el capital de la empresa.
Por si faltaba alguna prueba de la inquietud que causó en las altas esferas el desembarco por sorpresa de la operadora Saudi Telecom Company (STC) en la compañía en septiembre pasado, esta decisión es una buena prueba de ello. Entonces, la operadora estatal árabe adquirió el 4,9 por ciento del capital, el máximo legal para no tener que pedir permiso al Ejecutivo, con una opción para hacerse con otro 5 por ciento a través de instrumentos
EL TABLERO, SIEMPRE INCLINADO HACIA LA IZQUIERDA
El PSOE ha dado luz verde a debatir en el Congreso una iniciativa legislativa de Sumar que propone derogar el delito de injurias a la Corona y al Gobierno, suprimir el enaltecimiento del terrorismo y reformar las penas por ofensas a los sentimientos religiosos y por ultrajes a los símbolos nacionales. Es un error, más allá de que reiteradamente el PSOE haya sido contradictorio respecto a estas cuestiones, apoyándolas y rechazándolas en cuestión de meses, como hizo en 2022. Y no porque no haya demofinancieros. Desde el primer momento, la vicepresidenta y ministra de Economía, Nadia Calviño, prometió aplicar todos los mecanismos existentes para cautelar «los intereses estratégicos de España». Desde octubre se rumoreaba que la SEPI entraría en el accionariado. La operación ronda los 2.100 millones de euros y permitirá a la SEPI designar uno o dos consejeros.
El retorno del Estado se produce en circunstancias especiales. Primero, Telefónica está a punto de celebrar su centenario, una fecha que los actuales gestores querían convertir en un hito. En segundo lugar, la empresa se encuentra negociando un despido masivo que afecta a miles de empleados. Y en tercer lugar, la decisión gubernamental puede interpretarse como un cuestionamiento a la adaptación de la compañía a los nuevos tiempos.
La primera vez que el Estado entró en el capital de Telefónica fue en 1945, durante la dictadura de Francisco Franco, en que tomó casi el 80 por ciento de la propiedad. Entonces era un servicio monopolístico y podía tener cierto sentido que lo ejerciera el Estado. Hoy, sólo razones de seguridad nacional –por tratarse de una empresa que gestiona infraestructuras críticas– pueden justificar este elevado grado de intervencionismo. En un mundo donde las consideraciones geopolíticas y estratégicas han vuelto a prevalecer, esta decisión, en nombre del interés general, podría ser aceptable, pero el Gobierno deberá justificarlas. Hay países europeos donde el Estado sigue teniendo participaciones relevantes en sus operadoras como Alemania, Francia o Italia. Pero en España sabemos bien que no sería la primera vez que detrás de estos movimientos se escudan grupos bien conectados con el poder –sobre todo cuando éste ha trizado la confianza cívica con decisiones cuya constitucionalidad es dudosa– que intenten aprovecharse de la situación en su beneficio. cracias liberales equiparables a la nuestra en las que no sea delito, por ejemplo, quemar la bandera del país, y exista un criterio absoluto de la libertad ciudadana en ese sentido. Es un error porque o hay protección y amparo para todos, o no lo hay para ninguno. Y la izquierda siempre mide esto con la ley del embudo. Lo que identifica como conductas de odio asimilables a la derecha debe quedar derogado y, al contrario, lo que percibe como una tesis ideológica propia ha de ser protegido. No hay objetividad ni neutralidad legislativa. La Corona molesta, las víctimas del terrorismo molestan, los católicos molestan y las banderas molestan. No hay más razón en esta exigencia de la izquierda que la de jugar con un tablero siempre inclinado a su favor.