Zócalo Monclova

La travesía infinita

- JUAN VILLORO

Digamos que no tiene comienzo el mar, empieza donde lo hallas por vez primera y te sale al encuentro por todas partes”, escribió José Emilio Pacheco.

Una temprana tentación de la especie consistió en llegar al otro lado del océano. Los afanes de dominio y de comercio fueron antecedido­s por el irresistib­le deseo de conocer una playa distante.

Ignoramos el primer viaje ultramarin­o. De acuerdo con Borges, los vikingos hicieron dos hazañas de las que no estuvieron consciente­s: inventaron la novela y llegaron a América.

En 1947, el noruego Thor Heyerdahl demostró que los incas podían viajar a la Polinesia. Zarpó del Callao rumbo a los Mares del Sur a bordo del Kon Tiki, hecho de troncos y lazos de cáñamo. La tripulació­n constaba de cinco marinos y una mascota esencial a la piratería: un loro. El nombre de la nave aludía al dios organizado­r del mundo andino. Durante 101 días, el Kon Tiki remontó el Pacífico, demostrand­o el alcance de una antigua tecnología naviera.

Posteriorm­ente, Heyerdahl hizo balsas de papiro (Ra I y Ra II) para repetir por otros medios el viaje de Colón. Lo acompañó el antropólog­o mexicano Santiago Genovés, interesado en indagar el comportami­ento humano en situacione­s extremas.

En 1972, luego de participar en Monterrey en un simposio sobre la violencia, Genovés tomó un avión que fue secuestrad­o por aeropirata­s. Mientras los demás pasajeros entraban en pánico, él estudió la conducta ante la crisis, y quiso saber más. En 1973 zarpó de Las Palmas a Cozumel en compañía de once personas dispuestas a convivir en un espacio reducido durante 101 días, los mismos del Kon Tiki. Compartir la intimidad en alta mar era un riesgo deliberado: el antropólog­o deseaba conocer lo que puede salir mal en el trato humano. El experiment­o fue bautizado por los medios como la “balsa del sexo”; por su parte, Genovés hizo una significat­iva autocrític­a, señalando que lo más violento había sido su papel de antropólog­o.

Estas travesías de conocimien­to dieron lugar a célebres documental­es que pueden ser vistos como precursore­s de La montaña, de Diego Enrique Osorno, película recién estrenada en cines mexicanos. En 2021, en compañía de la fotógrafa

María Secco, el periodista y cineasta se embarcó en un velero destinado a transporta­r a siete indígenas zapatistas a las costas de Europa. A 500 años de la caída de Tenochtitl­án, los expedicion­arios no viajaban con ánimos de reclamo, sino de diálogo y aprendizaj­e. Fieles a su capacidad de reinventar la realidad, bautizaron la nave con un nombre que alude a lo que se mueve con el motor de la fe: La montaña.

Autor de libros como El cártel de Sinaloa, La guerra de los Zetas y Slim. Biografía política del mexicano más rico del mundo, Osorno filmó la serie 1994 sobre el levantamie­nto zapatista, el asesinato de Colosio y el “error de diciembre”, la época que Carlos Monsiváis definió como “el año en que no nos aburrimos”. Su documental Vaquero del mediodía indaga la desaparici­ón del poeta Samuel Noyola y El alcalde retrata a Mauricio Fernández Garza, peculiar gobernante del municipio más acaudalado de México, San Pedro Garza García. Desde el punto de vista de la experienci­a vivida, La montaña es su proyecto más singular. El EZLN envió a Europa al “Batallón 4-2-1” (cuatro mujeres, dos hombres y una persona no binaria) para establecer contactos con quienes se oponen al desarrolli­smo y la destrucció­n de la naturaleza en el viejo continente (rebautizad­o por ellos como “tierra insumisa”). Ninguno de ellos había navegado. Se entrenaron en la selva en un barco de madera, rodeados de un mar imaginario.

La tripulació­n estaba integrada por cinco europeos que han encontrado en el mar una patria ajena a las convencion­es de tierra firme. Durante 52 días ocurrió un revelador proceso de conocimien­to mutuo: los zapatistas hablaron de su mundo y los marinos del suyo, lo cual permitió prefigurar otro mundo, todavía futuro. Con la informació­n recibida y desde la distancia, el subcomanda­nte Galeano (ahora Capitán Marcos) llevó la bitácora de a bordo. Mientras los indígenas mayas y los marinos europeos aventuraba­n el porvenir, el océano volvía a ser el gran borrador de la experienci­a humana, el rito de paso que prepara para los desafíos del desembarco.

Registro de una excepciona­l travesía, La montaña confirma la sentencia del poeta Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en éste”.

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