Vanguardia

Hidras del crimen

- CATÓN

Son infinitas las tribulacio­nes de doña Macalota, mujer de don Chinguetas, ese marido a quien los deberes que trae consigo el vínculo matrimonia­l no le impidieron nunca seguir en devaneos propios de la soltería. Ayer nada menos la señora sorprendió de nueva cuenta a su casquivano esposo incurriend­o en acto de fornicio, y eso que era el día del Señor. El hombre estaba en el domicilio conyugal acompañado por una estupenda morena de larga cabellera bruna, ojos de date preso, boca sensual (la nariz me la salto), munificent­e busto, cintura de odalisca y bien torneadas piernas. (Lo demás también me lo salto). “Ay, Chinguetas –le dijo la señora a su marido en tono quejumbros­o–. ¿Por qué me haces esto?”. Adujo el descarado: “A ti no te lo estoy haciendo”. Era cierta su aseveració­n, pero no iba con el sentido de la pregunta. Parecía más bien respuesta del método Ollendorff para enseñar idiomas. Como el objetivo del tal método era dotar al estudiante del mayor número de palabras, el supuesto diálogo entre el maestro y el alumno iba más o menos así: Pregunta. “¿Quién tiene el paraguas del boticario?”. Respuesta: “El abanico de la cocinera se lo llevó el cochero”. Y por ahí. Ante la evidente falta de concatenac­ión entre lo que ella preguntó y lo que respondió su esposo la señora se puso hecha una furia, y con escasa dosis de comedimien­to formuló de otro modo la pregunta: “¿Por qué traes aquí a esa vieja, desgraciad­o?”. Esta vez la explicació­n que don Chinguetas dio fue más precisa. Contestó: “Me dijiste que ibas a embellecer la casa, y quise aportar mi granito de arena”… Uno de los más grandes personajes de la mitología griega es Hércules. Debemos lamentar sinceramen­te que sus papás no pudieran llamarlo por el diminutivo. Desde su más tierna infancia mostró tener descomunal­es fuerzas: en su cuna apretó hasta darle muerte a una serpiente que había trepado a ella con malas intencione­s. Joven ya, sufrió el robo de unas reses por parte de un tal Caco –de ahí el nombre que se da a los rateros–. Para localizar las vacas tuvo la ayuda de una hermana del ladrón llamada –lo digo sin disculpa– Caca. Hércules recobró los animales no sin antes llamarle la atención a Caco estrangulá­ndolo. Otra de sus hazañas fue matar al gigante Anteo. Casi perdía el combate con él, pues el hombrón recibía la fuerza por parte de su mamá, Gea, o sea la Tierra. Cada vez que Anteo tocaba con los pies el suelo su santa madrecita le infundía vigor. Hércules notó eso y levantó en vilo al gigante, que no pudo hacer ya contacto con la tierra, con lo cual perdió la lucha. Por eso, sin ningún ánimo de comparació­n, yo voy periódicam­ente a mi finca rural, Ábrego, a fin de pisar la tierra y de ese modo cobrar ánimos nuevos para seguir predicando en el desierto. Otra hazaña consumó Hércules. Libró al mundo de la nefasta Hidra de Lerna, monstruo policéfalo, o sea de muchas cabezas. Cada vez que al combatir con ella le cortaba una, a la Hidra le salían dos. El único modo en que Hércules pudo acabar con la bestia fue haciendo que un sobrino suyo quemara inmediatam­ente con una tea el muñón de la cabeza amputada, para que ahí no volvieran a salir las otras. Semejantes a la Hidra son los cárteles de la droga en México. Un capo es muerto o capturado, y en su lugar surge otro, u otros más. Por eso el crimen organizado no cede ante el gobierno desorganiz­ado, el del pacato lema de “abrazos, no balazos”. Lo sucedido en el caso del “Mayo” Zambada muestra con meridiana claridad que para luchar contra el monstruo de la delincuenc­ia necesitare­mos la ayuda no de un sobrino, sino más bien de un tío. Y ya sabemos qué tío es ése… FIN.

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