Vanguardia

Buen maestro y hombre bueno

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE ‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

¿Quién entre sus alumnos no recuerda a don Rafael Gámiz, conocido por todos como “El Químico Gámiz”? Hombre más amable y más afable será difícil encontrar. Era ingeniero químico, y dedicó muchos años de su vida a crear productos que en vano quiso poner en el mercado para obtener de ellos provechos económicos. Realizó cultivos hidropónic­os cuando en Saltillo nadie había oído hablar de esa novedosa técnica de producción agrícola.

Fue mi maestro en la Normal. Ahí mantuvo una pugna sempiterna con otro profesor, agrónomo él, que impartía la clase de Agricultur­a. Con mil cuidados y precaucion­es realizaba sus cultivos este señor en pequeñas melgas que formaba en los jardines del plantel. Ahí nos hacía plantar cebollas, jitomates, ajos... Brotaban las pequeñas plantas para orgullo y regocijo del profesor, que ya se prometía una cosecha opima que mostraría al director de la escuela, Chuy Perales, como prueba del éxito de sus lecciones, que mejor que las de cualquier otro maestro merecerían el nombre de fructífera­s.

Pero, ¡oh, desgracia!, con la floración de aquellas plantas tan celosament­e cuidadas coincidían las prácticas que en la clase de Química hacía el ingeniero Gámiz. Mezclaba él en redomas y probetas terribles ácidos fumíferos, maloliente­s, espumajoso­s y vitriólico­s, y hacía con ellos una infernal mezcla como las pociones que en su caldero hacían las brujas o hechiceros medievales. Movía y removía aquella espantosís­ima mixtura, y cuando ya no le servía, linda y bonitament­e abría la ventana del tercer piso, que era donde estaba su salón, y sin decir agua va, ni mirar a dónde iría a dar, arrojaba aquel caldo letal y corrosivo, el cual caía en las plantas del agrónomo. Cuando llegaba él al día siguiente a mirar con amorosa mirada sus cultivos, los encontraba muertos, calcinados, como si el demonio hubiera soplado sobre ellos su hálito letal.

Entonces se hacía la de Dios es Cristo. A grandes trancos, el rostro descompues­to por la ira, subía el agricultor al tercer piso, irrumpía violentame­nte en el salón del Químico Gámiz, y con voces apocalípti­cas le reclamaba el crimen que en sus inocentes plantas había consumado. Don Rafael se disculpaba, sinceramen­te apenado. Muy a regañadien­tes aceptaba el agrónomo sus exculpacio­nes, pero no pasaba mucho tiempo sin que cayera otra vez sobre las nuevas plantas el mismo diluvio mortal, pues era el ingeniero Gámiz muy distraído, según correspond­e a la estereotip­ada figura del científico.

Poseía muy buen natural el ingeniero Gámiz. No gustaba de dar la contra a nadie. En cierta ocasión, hablando de un tercero, le dijo alguien a don Rafael:

-Mire, maestro, allá va Fulano.

-Sí −confirmó don Rafael−. Es una buena persona, bonísima; el mejor hombre del mundo. -Pero, ¿no le parece que es un poco chismoso? -En efecto, los chismes le gustan, no se puede negar.

-¿Y verdad que es algo presumido? -También eso es cierto: tiene el grave defecto de la vanidad.

-¿Y verdad, maestro, que es muy intrigante? -¡Tiene usted razón, compañero! ¡El cabrón es un hijo de la chingada!

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