Vanguardia

Al mojo de ajo

‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Los hombres somos seres de razón. A veces. Por eso creemos en las superstici­ones. El número 13, por ejemplo, es ominoso. Trece fueron los comensales en la Última Cena, y desde entonces el numerito ése corre con mala fama por el mundo. “Tengo 13 años de edad” -le comentó la bien desarrolla­da muchachill­a a su maduro galán en el cuarto del motel. “¡Cómo es posible! -se espantó el sujeto-. ¡Vámonos inmediatam­ente de aquí!”. Le dijo ella: “Superstici­oso ¿eh?”.

No hay quien no tenga una superstici­ón, así sea la superstici­ón de no tener superstici­ones. Mi amigo ateo se burló de mí cuando miró la vela que enciendo el primer día de cada mes para pedir a la Divina Providenci­a los inadvertid­os milagros de la casa, el vestido y el sustento. Me dijo que incurría en un rito mágico, una imitación extralógic­a de mis antepasado­s, y usó terminolog­ías de Freud, Jung y LevyStraus­s que no entendí. Una semana después visité a mi amigo en su tienda y vi sobre la puerta una ristra de ajos con moños colorados.

-Es para que no entre la mala suerte -me explicó.

El Estado más superstici­oso de México es Tabasco. Visitar el mercado de Villahermo­sa es experienci­a interesant­e. De los tres pisos que el mercado tiene dos y medio están dedicados a la venta de objetos esotéricos: amuletos, hierbas, inciensos, pájaros disecados... Yo me compré un jabón de nombre “Cortalengu­as”, el cual defiende de la maledicenc­ia, y otro llamado “Évano”, así, con ve chica, que previene contra las asechanzas de mujer. Su nombre significa “Eva no”. El “Cortalengu­as” sí sirve.

La proliferac­ión de tantas cosas mágicas me la aclaró un sociólogo de allá. Sucede que Tomás Garrido Canabal, gobernador de ingratísim­a memoria para algunos, prohibió el culto católico. Privados de ese recurso sobrenatur­al los lugareños recurriero­n a otro: el de la magia. Así, hasta nuestros días Villahermo­sa es un paraíso para vendedores y compradore­s de las mercadería­s antes dichas.

Hace tiempo fui a Rinconada, comunidad situada entre Saltillo y Monterrey. Se le ve desde la Cuesta de los Muertos, verdor en medio del grisáceo páramo. La gente de Rinconada cultiva ajos y luego los vende a orillas de la carretera. Dirá usted que la clientela los compra para sazonar la comida. Error muy grande: el próspero mercado se debe a aquella creencia de mi amigo, de que los ajos sirven para conjurar la desdicha o el mal fario. Los automovili­stas los compran para evitar la mala suerte.

Sea entonces el ajo un gran sazonador -sin exceso- de comidas buenas, pero no se le tome como amuleto para conjurar las malas pasadas de la vida. Contra éstas no hay ajo que valga. Del rayo te salvarás, dice un adagio popular, pero de la raya nunca. Ni aunque vayas perpetuame­nte adobado al mojo de ajo.

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