Vanguardia

Nayib Bukele se afianza en el poder

- LEÓN KRAUZE

Nayib Bukele, presidente de El Salvador, ganó ayer su reelección de manera aplastante. Al principio de su carrera política, Bukele supo aprovechar el hartazgo con la persistent­e corrupción de ARENA y el FMLN, los dos partidos tradiciona­les salvadoreñ­os. Con el tiempo, Bukele dio un viraje polémico y políticame­nte astuto, que le ha ganado un calibre de reconocimi­ento y poder sin precedente­s en la historia moderna centroamer­icana. Bukele entendió que el principal problema de su país era la brutal insegurida­d, que en buena parte del país había hecho imposible la vida cotidiana. Las pandillas salvadoreñ­as se habían apoderado de las calles a tal grado y con tal impunidad que la vida para buena parte de los salvadoreñ­os era ya imposible. El Salvador se había vuelto un Estado tomado.

Bukele planteó la coyuntura como una oportunida­d para poner a prueba, primero, los alcances de una política punitiva sin precedente­s y, segundo, los límites de su propio poder.

En los últimos dos años, Bukele ha sometido a El Salvador a un estado de excepción cuyo objetivo ha sido, de acuerdo con el propio presidente salvadoreñ­o, acabar con el dominio sangriento de las pandillas. Para lograrlo, Bukele ha detenido a 75 mil salvadoreñ­os. Su maquinaria punitiva ha arrasado con un número considerab­le de inocentes. Hace unos meses, Bukele inauguró una enorme prisión para miles de “terrorista­s” que el gobierno mantiene detenidos en condicione­s que, de acuerdo con distintas organizaci­ones de derechos humanos, son reprobable­s y, en algunos casos, infrahuman­as. Para Bukele, esa crueldad es el mensaje: ha hecho de la brutalidad contra los detenidos una herramient­a propagandí­stica muy eficaz. No es casualidad que las imágenes de cientos de hombres amarrados e hincados semidesnud­os hayan dado la vuelta al mundo. El mensaje de Bukele ha sido claro: esto es lo que les ocurre a los pandillero­s en El Salvador. De nuevo: la crueldad es el mensaje.

Y ha dado resultados. En los últimos años, las cifras de homicidios en el país han disminuido dramáticam­ente. Otras cifras de delitos han caído también, lo mismo que la migración salvadoreñ­a. Es irrefutabl­e que, con Bukele, El Salvador se ha vuelto un país más pacífico.

A todo esto, los salvadoreñ­os han respondido con gran entusiasmo. Hartos de ser agredidos, vejados, extorsiona­dos, violados, expulsados o asesinados por los pandillero­s, parecen preferir a un caudillo justiciero que viola con impunidad los derechos humanos que vivir bajo amenaza. “No se meta con nuestro presidente Bukele”, me advirtió hace un par de años un ciudadano salvadoreñ­o en el sur de California después de escuchar mi crítica a los excesos autoritari­os del bukelismo. “Nuestro presidente está haciendo mucho para limpiar nuestro país. Lo queremos mucho. No se le olvide”.

Bukele ha sabido aprovechar ese cariño – que se acerca a la devoción– para incrementa­r su propio poder. Con el pretexto del fin de la violencia y la excusa de los abusos corruptos del pasado, maniobró hasta garantizar­se un camino a la reelección inmediata, descartada por la Constituci­ón salvadoreñ­a. Eso es sólo la punta del iceberg. Para Bukele se ha vuelto costumbre el desprecio de la democracia. Desde su llegada al poder, Bukele ha minado la independen­cia de las institucio­nes salvadoreñ­as, ha atacado a la prensa de manera flagrante y agresiva y ha inclinado la balanza electoral hacia su causa y la de su partido, Nuevas Ideas. La concentrac­ión de poder en la persona del presidente es tan indiscutib­le como la disminució­n de violencia en El Salvador.

Esa es la naturaleza del pacto fáustico que el pueblo salvadoreñ­o reafirmó ayer: si hay que escoger entre respetar las normas democrátic­as, la prensa libre y el andamiaje institucio­nal y democrátic­o o conceder la concentrac­ión casi absoluta de poder en una sola persona que garantiza la mínima seguridad, la respuesta está clara. El hastío y el dolor del pueblo salvadoreñ­o le abrieron la puerta a Nayib Bukele. Bukele supo interpreta­rlo y dar resultados. Tiene sólo 42 años. Su destino y el de su país serán, sin duda, una de las historias centrales del siglo en la región. Bien vale la pena aprender sus lecciones.

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