Periódico AM (León)

Cuando el PRI era el PRI

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Eran los tiempos cuando el PRI todavía era el PRI. En Coahuila presidía el comité directivo estatal del partido un buen señor, bonísimo: don Aurelio Garza González. Norteño de pura cepa, hombre de campo, vestía siempre camisa y pantalón de caqui, botines y sombrero texano Stetson de los llamados “de cinco pores”, porque en su interior llevaban inscritas cinco equis. Por entonces yo era reportero de periódico, la más auténtica forma de ser periodista, y gustaba de conversar con don Aurelio, pues en su charla usaba proloquios campiranos muy sabrosos, si bien misóginos los más de ellos. Las religiones, el refranero universal y el humor tienen como caracterís­tica común la misoginia. Anotaba yo aquellos dichos, y los conservo hasta la fecha en la memoria. “En la mesa nada, no hay mujer honrada”. “A l’hora de freír frijoles, manteca es lo que hace falta”. “Mi mujer y mi caballo / se me murieron a un tiempo. / Mi mujer Dios la perdone. / Mi caballo es lo que siento”... “Al cabo pa’l santo que es con un repique le basta”. “A la mujer y a los charcos no hay que andarles con rodeos”. “A muele y muele ni metate queda”. Don Aurelio era dueño de la socarroner­ía del ranchero. Se iba a hacer el destape del próximo gobernador, y los reporteros fuimos con él a que nos diera luces sobre el posible candidato. Cuando nos tuvo enfrente nos dijo con suplicante acento. “Muchachos: yo estoy siempre aquí, encerrado en mi oficina. Ustedes que andan en la calle díganme: ¿quién va a ser el gobernador?”. Pienso que el problema de los actuales dirigentes cupulares del PRI es que no andan en la calle. Metidos en su burbuja de grillas, de intrigas de vecindad, de vergonzosa politiquer­ía, no advierten el desprestig­io de su organizaci­ón, ni las escasas posibilida­des que ahora tiene de jugar un papel significan­te en la vida política de México. De ser la poderosa maquinaria que fue otrora, el instituto de la Revolución está actualment­e reducido a la triste condición de partido morralla, y sólo puede ofrecer el patético espectácul­o de sus pugnas interiores. Los priistas de tradición, los convencido­s de que valen más los principios e ideario del partido que las ambiciones personales de una camarilla, fijaron ya su posición, y recibieron como respuesta ofensas y amenazas. Bien harían en salirse de ahí donde no les dan entrada. La muchacha era rica pero fea. O fea pero rica, dependiend­o del lado desde el cual se mire la cuestión. Casó con ella un individuo llamado Braguetino, pero sucedió que en la noche de las bodas la falta de atractivos de la desposada impidió que el novio pudiera ponerse en aptitud de realizar obra de varón. Con suplicante acento el alicaído galán le pidió a la mujer: “Por favor, Uglina, dime cuánto dinero tienes, a ver si eso me motiva”. Conocemos de sobra a don Chinguetas: es un marido tarambana. Su esposa le dio una botella de champú. Le indicó: “Es para evitar la caída del cabello”. Objetó don Chinguetas. “A mí no se me cae el cabello”. Replicó la señora: “A ti no, pero a tu amiguita sí”. “No me lo explico, doctor -le dijo la azorada joven al ginecólogo que le acababa de informar que iba a ser mamá-. Mi novio y yo lo único que hemos hecho es mirarnos”. Acotó el facultativ­o: “Pues su novio ha de tener una mirada muy penetrante”. El cuento con el que baja hoy el telón de esta columna es más para leerse en voz alta que en silencio. Un septuagena­rio contrajo matrimonio con mujer en flor de edad, frondosa, y en su compañía fue de luna de miel a Nueva York. A fin de ponerse a la altura del compromiso se tomó todo un frasco de pastillas azules. Murió en la Quinta Avenida. FIN.

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