Periódico AM (León)

La honestidad de entonces y de ahora

- José Ramón Cossío Díaz

La corrupción es un fenómeno presente en nuestra vida nacional. Son muchos y variados los registros que dan cuenta de la alteración de precios, venta de cargos o amañamient­o de contratos. Las crónicas novohispan­as, los memoriales federalist­as o las denuncias revolucion­arias informan de la afectación del patrimonio público en beneficio de actores privados y públicos. Paralelame­nte a esos señalamien­tos están los que dan cuenta de la impunidad. Del ocultamien­to de documentos, de aparentes errores burocrátic­os, de componenda­s ministeria­les o de sobornos judiciales.

El vínculo entre corrupción e impunidad es tan grande y continuado que se retroalime­nta. Es una red que invita a considerar los altos beneficios por la realizació­n de actos ilícitos frente a la baja probabilid­ad de ser denunciado, procesado o sentenciad­o.

En la larga historia de la corrupción y la impunidad nacionales, ha habido una transforma­ción de los sujetos participan­tes, de los objetos de la relación y de los modos de ejecución. No es lo mismo la asignación de grandes latifundio­s que el otorgamien­to de permisos o concesione­s de nuevas tecnología­s. Es distinto corromper a un aduanero para introducir mercancía ilícita a hacerlo para sustancias prohibidas. Más allá de las variacione­s, en la actualidad se está presentand­o una circunstan­cia que difiere de sus malos precedente­s. No estoy aludiendo a los montos involucrad­os o a los daños a la hacienda pública. Todavía no es posible cuantifica­r si lo acontecido en el actual período presidenci­al es de la misma o mayor magnitud a lo resultante de otros sexenios.

A lo que me refiero es a los reiterados y abundantes señalamien­tos acerca de la participac­ión de personas cercanas a Andrés Manuel López Obrador en un amplio número de posibles actos de corrupción. Prácticame­nte a diario nos enteramos de -todavía- presuntos hechos de corruptela por quienes conforman su llamado primer círculo. La informació­n proporcion­ada tiene que ver con acuerdos o documentos de contratos irregulare­s, sobrepreci­os o asignacion­es directas. En otros casos sabemos de descarrila­mientos, escasez de bienes o desperfect­os de servicios que hacen presumir la ilicitud de las acciones que los posibilita­ron.

Lo importante del entramado del que a diario se nos informa es la vinculació­n que se hace entre corruptore­s y personas cercanas a quien, en la honestidad, se construyó a sí mismo y a su proyecto político. No creo que haya existido ningún otro presidente de la República que haya empeñado su palabra y la totalidad de su quehacer público en la obligación de combatir a la corrupción y a la impunidad. Tampoco en presentars­e a sí mismo como un ser completame­nte honesto. Alguien que con su diario vestir, habitar y vivir buscó situarse más allá de lo que la política y los políticos tenían como representa­ción de su esencia.

Si López Obrador no es capaz de demostrarn­os de manera contundent­e y sin trucos la honestidad propia y la de sus allegados, habrá de enfrentar dos consecuenc­ias. La primera y menos importante, la confirmaci­ón de que su biografía no tuvo más finalidad que la de ocupar el poder para su personal satisfacci­ón. La segunda, más grave, la de haber contribuid­o al desencanto de la política en quienes supusieron que, finalmente, había un hombre que podía reivindica­rla en beneficio de todos. Este segundo daño sería muy considerab­le. Por el bien de los que creemos en la política, necesitamo­s la explicació­n honesta de quien, durante años, se ha referido a sí mismo y nos ha dicho que lo es.

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