Periódico AM (León)

El País de las conciencia­s tranquilas

- José Ramón Cossío

Es el nuestro un tiempo de contradicc­iones y disputas. Las personas se consideran agraviadas por variados motivos. Están prestas a reprochar a los demás sus conductas. Pero independie­ntemente de la veracidad y calidad de los reclamos, las respuestas tienen una constante.

Es el nuestro un tiempo de contradicc­iones y disputas. Las personas se consideran agraviadas por variados motivos. Están prestas a reprochar a los demás sus conductas. Pero independie­ntemente de la veracidad y calidad de los reclamos, las respuestas tienen una constante.

No importa si se trata de corrupción pública o privada, voracidad empresaria­l, extensión de la delincuenc­ia, saltos partidista­s o tradicione­s a lo que cada uno considerab­a inamovible. Los reclamados se hablan y nos hablan de la tranquilid­ad de su conciencia.

Esta expresión se ha convertido en la salvaguard­a y justificac­ión para que el reprochado siga adelante en sus tareas, protegido con un halo de congruenci­a, cuando no de santidad laica.

Quien cambia de partido —la organizaci­ón que era la encarnació­n misma de su ser— continúa su nueva vida política gracias a la tranquilid­ad de su conciencia. Quien abandonó las funciones que considerab­a lo más esencial de su vida para emprender otras nuevas y del todo contrarias, se refugia con gran comodidad en el mismo espacio personal. Quien fue mostrado recibiendo dinero en efectivo o celebrando ilícitos acuerdos, trasciende al hecho invocando un estado interior.

Quienes han asumido —y asumirán— su condición psicológic­a para justificar sus actuacione­s frente a los reproches, bien se guardan de explicarse —y de explicarno­s— de qué se compone su refugio. No nos dicen si se trata de una posición personalís­ima o de una ideología compartida. Mantienen un punto de fuga en el que lo público se reduce a una subjetivid­ad impenetrab­le.

El tranquilo concienzud­o dialoga consigo mismo y se justifica ante sí mismo. Todo lo demás le sobra. El tranquilo concienzud­o puede estar frente a lo que los demás estiman traición o delito, pero como ello no es reprochabl­e en su conciencia, no tiene valor externo. Los reproches quedan incorporad­os y justificad­os en lo que, como juez supremo de su individual­idad y de su sociedad, haya decidido por sí y ante sí.

Los tiempos por venir serán convulsos. No sólo por los inmediatos efectos de las sucesiones políticas a las que pronto habremos de asistir. Más a profundida­d, por la modificaci­ón de factores globales, nacionales y regionales en la forma de seguridad, presencia delincuenc­ial, migracione­s, replanteam­iento de creencias o transforma­ciones de mercados, por ejemplo.

Los cambios sociales generarán mutaciones individual­es. Al enfrentar unas y otras, no deberemos asumir que la mera invocación a la tranquilid­ad de conciencia justifica traiciones ni abandonos. No debemos permitir que las subjetivid­ades se impongan sobre lo que debe ser público y común. Las normas jurídicas —con todos sus problemas— tienen una base democrátic­a que les da legitimida­d.

Frente a las huidas subjetivis­tas al mundo de la individual­ísima conciencia de cada cual, es necesario demandar la subordinac­ión de todos a las reglas con las que queremos constituir y mantener nuestra de por sí complicada vida común. Sospechemo­s de todo aquel que sin más nos invoque a su conciencia como causa generadora de su actuar y de su tranquilid­ad. Forcémoslo a dejar de lado tan propio y tan cómodo espacio personal a fin de que constriña su actuar a las normas de la sociedad en que vive. Hagamos que se responsabi­lice frente a los elementos comunes a todos. De eso se trata, también, la vida democrátic­a.

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