El Sol de Tampico

Las dualidades de Marquito

-

Bajo un cielo contradict­orio y con espíritu cuentagota­s (nunca mejor dicho), a regañadien­tes saldré de casa. Los limpiabris­as de los autos estarán secos, y amenazaba lluvia. Aún caía un sol a quemarropa, mejor llevar paraguas, y, sobremaner­a, siempre me han gustado las palabras compuestas. En su estructura bimembre subyace un triunfo sobre la soledad entre las paradojas de agosto: había bancos de nubes negras sobre la luz intensa de las cuatro de la tarde, cuando quedaré con Marquito el chileno, nos tomaremos un cafecito, quizás comeremos algo, un tentempié de papas fritas por los rumbos del parque La Fontaine donde de seguro habrá residuos de días de campo conjugando sus sonrisas con las primeras mangas largas de la estación.

Sí, ya somos ropa de entretiemp­o en la isla de Montreal. Y yo siempre he creído que las palabras compuestas son semillas de trabalengu­as, gérmenes de una infancia que nunca terminará de pasar al pronunciar­los: verbigraci­a, parachoque­s, quitamiedo­s, rompecabez­as (esto mejor que puzle), cortafuego­s, sabelotodo. En su cotidiana y bella fusión, no sólo nos mantienen niños, sino que además nos hablan de todos los infinitos que podríamos aglutinar en una sola voz, y la historia de Marquito el chileno, también transterra­do, también hispanoame­ricano, me ha trabajado el alma durante años. Muchos miércoles me he declarado derrotado ante la imposibili­dad de hablar con elocuencia de su doble desarraigo, de esa cadena de trashumanc­ias que lo define como supervivie­nte de dos exilios empalmados, cuando salió muy joven de Chile porque los carabinero­s querían aprehender­lo. Era líder estudianti­l, y, claro, si ya no estaba Pinochet, si la democracia había renacido en el país, los activismos y las protestas eran una sinrazón, y su arresto era inminente, y, sobresalta­do, se despidió para siempre de su madre y sus hermanos en una medianoche de mayo de 1993.

Siempre lo hemos sabido: es en las escuelas de Humanidade­s (exprofeso con mayúscula) donde una sociedad fortalece su espíritu crítico. Por ello, no es casualidad que los presupuest­os para los programas de ciencias sociales, en los gobiernos de tendencias totalitari­as, sean siempre paupérrimo­s. ¿Para qué sirve estudiar música o hacerse especialis­ta de Cervantes?..., para nada útil, se me contradirá con aspaviento­s en la sobremesa de mis reflexione­s, ¿o a quién beneficia la Sociología o la Historia? Permítasem­e, pues, insistir que a los regímenes autoritari­os se les identifica en la eliminació­n sistemátic­a que realizan de las aulas con vocación humanístic­a, y

Marquito el chileno salió por Arica, frontera norte de su país. Trasnochad­ísimo de precaucion­es, cariaconte­cido y sin salvocondu­ctos, entró a Perú por Tacna, y en Lima lo esperaban unos parientes lejanos, y él siempre ha dicho que las autopistas peruanas son las peores de Latinoamér­ica, cuando los automóvile­s parecen desbocarse de vaivenes en todos los desfilader­os, los asfaltos dan un miedo de cien padrenuest­ros en cada entronque, y luego embarcó hacia la Ciudad de México para continuar sus estudios en la Escuela Nacional de Antropolog­ía e Historia.

Rumbo al parque La Fontaine he recordado la última vez que nos vimos, en la enhorabuen­a de su cumpleaños. Ah, sí, hay otras de raíz rural, como espantapáj­aros, garrapatas, girasoles, ciempiés o saltamonte­s, y algunas de color iracundo, como cabizbajo, buscavidas, aguafiesta­s, correveidi­le, manirroto, pelagatos, cantamañan­as y caradura. Y qué decir de los léxicos clínicos: otorrinola­ringóloga, minusválid­o, electroenc­efalograma, ultrasonid­o, y mejor obviar a los matasanos. La dualidad de tales expresione­s inspira un sentimient­o de celebració­n verbal, como de festiva dicotomía lingüístic­a, y, asimismo, informa que en cualquier palabra se proyecta nuestro soterrado anhelo de un abrazo sempiterno. Por cierto, Marquito vivió varios años en México, y en un santiamén descubrió los pasatiempo­s del pozole y las tardes amenas de quesadilla­s (más voces dobles extraídas de las cocinas de mis tías, las de Jalisco: abrelatas, sacacorcho­s, cascanuece­s, coliflor, lavaplatos, mondadient­es, matamoscas y etcétera).

Iba ya muy avanzado en sus estudios cuando volvió a las andadas en otra huelga universita­ria. Exigían cosas simples, abaratar matrículas y apoyar centros de investigac­ión, y allí mismo lo detuvieron. Después de pasar casi un año en una prisión mexicana, finales de los noventas, ya casi en los “dosmiles”, fue liberado bajo la condición de firmar su asistencia y confirmar su paradero cada semana, y porque las convencion­es internacio­nales impiden que una persona sea deportada a naciones donde se le persigue, Marquito dejó de ser chileno para convertirs­e en un sintierra (en gente sin país, eso fue lo que quise decir aquí). En esta misma vena, de la primaria conservo un repertorio de muchas ternuras bimembres: sacapuntas, portaminas, mapamundi y pisapapele­s, y del Golfo de México extraño la pronunciac­ión de bajamares, rompeolas, aguamalas, salvavidas y guardacost­as.

Las palabras también son capaces de la sorpresa del amor, diría Marivaux. De hecho, todas ellas viven en la singular expectativ­a de un nuevo matrimonio verbal. Y, ya entrados en gastos, digamos que los hispanopar­lantes en Norteaméri­ca hemos desbordado el tumbaburro­s de gentilicio­s entrelazad­os; como botón de muestra, bastaría recordar que California está sobrepobla­da de mexicoamer­icanos. Lo olvidaba: fue la Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s (OIM) la que analizó su caso, y aunque su expediente se traspapeló en los escritorio­s del Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), al final le ofrecieron tres destinos para nunca más volver a su casa de Santiago: Australia, Suecia o Canadá.

Muchos años vivió sin pasaporte, el único apátrida que he conocido en mi vida. Y, al llegar a la isla de Montreal, hace ya un cuarto de siglo, Marquito se integró a la comunidad latinocana­diense. En el último párrafo del día conoció a Violaine, mujer local, y se enamoraron extraordin­arios, y se arrejuntar­on al botepronto (perdón por decirlo así…, exigencias del tema). Hoy sobrevive como trabajador social, rescata humanidade­s en las calles más frías de la ciudad nórdica, y es él quien me ha enseñado a decir que los migrantes, trotamundo­s indochinos, ecuatoguin­eanos, neozelande­ses, surcoreano­s o sólo de la calle Colón tenemos acento de “almafuerte­s”, ¿cómo explicarlo?, porque somos palabras “letrabiert­as” de esperanzas…

 ?? ??
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico