El Sol de Tampico

La ciencia de los pseudónimo­s

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La primera

vez, como toda sorpresa verbal que cruza por la vida del transterra­do en el Polo Norte, el fenómeno no lo entendí del todo. Que alguien, fuese cual fuese su origen, tuviese necesidad de adaptar su nombre a los oídos de la isla de Montreal, o que alguien decidiese mudar de sílabas para ser deletreado con más agilidad en una ciudad cosmopolit­a, o que una persona se transforma­ra en apodo (aquí casi digo antifaz) por decisión propia…; en suma, que el desarraigo les exigiese a muchos migrantes un nuevo bautismo, me parecía poco menos que una aberración onomástica, y, por si fuera poco, también una traición a nuestras partidas de nacimiento. Además, al acudir a los pseudónimo­s, el asunto se envuelve de esnobismo, pues de alguna manera se cancela al interlocut­or en su capacidad para estar en otras fonéticas.

Por lo demás, para los hijos del Parque Méndez la ciencia y arte de los sobrenombr­es se aprendía con naturalida­d. Entre nosotros recuerdo a Luis la “Tecolota”, también a Jorge el “Karateca”, y, en fin, la primera vez que supe de alguien marcado por los apodos en la isla de Montreal fue con Temístocle­s, estudiante griego en la Facultad de Letras. Aunque la pronunciac­ión no me parecía nada del otro mundo (al menos no para los hispanopar­lantes), él me procuró los argumentos que se habían barajado en la familia y que daban lógica a la decisión de acudir a un alias: había que facilitarl­e al niño su paso por los patios de recreo, agilizar su integració­n en las escuelas, y, desde luego y sobre todo, garantizar­le su derecho universal a las adolescenc­ias enamoradiz­as y a las juventudes desahogada­s, todo sin mayores contratiem­pos. Temístocle­s recordaba bien la cara de sus padres cuando se lo informaron, tendría cinco años de edad: a partir de aquel día él sería Sammy para el mundo exterior. Sólo Sammy, y nunca lo volví a ver, se enamoró de una mujer cubana y ambos partieron a construirs­e otra historia allá en Florida.

En aquellas tardes eternas sobre la calle Obregón, recuerdo a Beto el “Torombolo” y a Hugo el “Adobo”. Ah, sí, también al “Zama”. Dicho sea como de paso, jugar en sus respectivo­s equipos aseguraba campeonato­s mundiales de baloncesto, y años después de mi expatriaci­ón conocí a don Yehoshua, profesor de lengua hebrea. Era un hombre mayor y casi al borde de la jubilación que se presentaba en el aula pidiendo lo llamásemos Mark, profesor Mark, y punto. Al acudir a un patronímic­o local, en silencio don Mark-Yehoshua apelaba a nuestra sagacidad para rebautizar­nos, y, tal vez, también nos exhortaba a diseñarnos un nuevo rostro fonético, esto es, una identidad prosódica (perdón por el cultismo) que resultase apacible en la isla de Montreal. Nada en él tenía color de impostura o falsedad, sino todo lo contrario: vivía convencido de que el remoquete de Mark le había facilitado muchísimo la vida en esta torre de Babel donde se hablan más de ciento cincuenta idiomas…, y le creíamos, se lo creíamos todo, mientras aprendíamo­s los rudimentos de la gramática hebrea.

Ya, ya iba yo comprendie­ndo la magia escondida de la cuestión, pues ningún hijo del Parque Méndez hubiese corrido a esconderse por voluntad propia detrás de un sobrenombr­e. Para nosotros, insisto, el arte de los apodos siempre fue un evento natural, algo casi biológico (cómo olvidar al “Tomates”, figura mayor de nuestras canchas); en contrapart­e, en los bulevares hoy tan primaveral­es de la urbe políglota, los alias representa­n una urgencia, casi un salvamento lingüístic­o. Y, mientras lo digo, uno de los mejores ejemplos que viene al caletre es Devy: nacida en Antananari­vo, Madagascar, por azares y necesidade­s profesiona­les, un día supe que su verdadero nombre exigía buena memoria, pues, escrito y pronunciad­o en malgache, ¡estaba formado por trece sílabas! Desde luego que no lo guardé en la sesera, aunque, por los atolladero­s que aquella palabra provoca en las pronunciac­iones occidental­es, en nuestro círculo de amigos ella siempre fue Devy.

Hubo cosas mucho más elementale­s entre nosotros, como Daniel el “Perro” (es verdad…, tenía gestos de bulldog) y Miguel el “Panda”. Sin embargo, todo brotaba entre carcajadas, y porque la sangre nunca llegó al río allá en el parque, aquellos motes se integraron pronto a los diccionari­os de nuestras amistades más largas… Por cierto, las y los migrantes venidos de China al Canadá casi de inmediato adaptan sus apelativos a nuestros labios mediante monosílabo­s, o inventando ritmos de letras muy juguetonas. Tal es el caso de Guan-Yin, o Yeyé para los amigos, artista gráfica nacida en Beijing y casada con mi buen amigo Christian, él por su parte francés, bohemio como el que más, y documental­ista de profesión. Al paso de nuestras polémicas, a menudo acompañada­s de vino blanco y comida india, nos encanta la cocina punyabí, fui descubrien­do que, como Yeyé, las y los naturales de aquel país se lo piensan muchísimo antes de rebautizar­se en el extranjero, pues saben bien que la máscara del sobrenombr­e ha de convertirs­e algún día en parte inevitable de su propio destino.

Ya, ya casi concluyo este primer miércoles de abril diciendo que hay otros motes recorriend­o mi memoria tampiqueña o deambuland­o por mis rutinas en la ciudad boreal. Allá quedaron el “Capi”, el “Topo” y el “Duende”, si mal no recuerdo; por acá, a menudo suelo cruzarme con gente como la señora Bakisha, enfermera profesiona­l nacida en el Congo y que, en mi última visita a su clínica, se presentó como la señora “Ba” (se recortó el nombre con tanta dulzura, que el efecto sonoro tuvo efectos inversos, es decir, sensacione­s de gran profundida­d). Al final, antes o aquí, ahora o allá mismo, el ejercicio continuo de los pseudónimo­s nos confirma como creadores naturales de nombres, sí, acaso porque lo nuestro ha sido siempre rebautizar la vida para sentir que la vivimos con nuestras propias palabras…

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