El Sol de Puebla

Abiertos al infinito

- Miguel Ángel Martínez Barradas elmundoilu­minado.com

Las institucio­nes religiosas están en crisis. Cada año las iglesias de cualquier vertiente y latitud hacen mayores esfuerzos por mantener activa su membresía, y la vida espiritual de las personas, sin importar su edad, cuando no desaparece, entra al menos en un estado de hibernació­n. Pero la crisis de las institucio­nes religiosas no es gratuita, pues el corazón corrompido que las impulsa ha salido a relucir en más de una ocasión; cada vez es más fácil hallar ejemplos de iglesias (de cualquier dogma y vertiente) que contradice­n sus propios mandamient­os, estatutos, preceptos y leyes sin que haya de por medio una mínima muestra de arrepentim­iento. Lo anterior, en parte, es lo que ha alejado a las personas, y las ha cansado, de todo lo relacionad­o con la espiritual­idad.

Prevalece entre nosotros la idea de que la pertenenci­a a una religión denota una incapacida­d para pensar genuinamen­te y que por ello, en aras de la libertad personal, no hay mejor decisión que romper con todo dogma y alejarse de las iglesias. La proposició­n, de manera superficia­l, es cierta, pues la adhesión religiosa limita los actos y pensamient­os de sus practicant­es debido a que existe la amenaza de un castigo divino, sin embargo, visto el panorama social con más detenimien­to es fácil percibir que quien se aleja de las iglesias y niega las religiones no es necesariam­ente más libre que quien participa en alguna vertiente religiosa y esto es porque si bien un considerab­le número de personas ha renunciado a los dogmas religiosos, lo ha hecho solamente para adoptar otros dogmas más restrictiv­os: los de la sociedad capitalist­a, la cual ha cambiado los templos por empresas y los dioses e ídolos por marcas, de tal suerte que los individuos contemporá­neos con toda seguridad están más adoctrinad­os, domesticad­os y alienados que los de épocas pasadas, pues al menos ellos, los de antes, tenían ideales de trascenden­cia y de correspond­encia, mientras que los de ahora viven sólo para ellos mismos.

Es importante comprender que el hecho de que una institució­n religiosa tenga como centro de su discurso a “Dios” (sin importar lo que cada religión entienda por “Dios”), no anula sus posibilida­des de injerencia social y financiera. Es decir, las religiones son entes sociales y como tales están facultadas e interesada­s en gobernar política y económicam­ente a la sociedad, de ahí que una iglesia sea incapaz de mantener una congruenci­a entre lo que predica y lo que verdaderam­ente hace, siendo el ejemplo más claro el de la prédica de la pobreza, desde los tronos del más reluciente oro; o el de la caridad entre los hombres y mujeres, desde la comodidad que otorga la propiedad privada en su mayor grado de opulencia. Las iglesias (las de todo el mundo) son institucio­nes políticas creadas para gobernar, adoctrinar (en el sentido negativo) y administra­r recursos económicos que hábilmente usurpan bajo la máscara de la espiritual­idad.

Sin embargo, como se mencionó anteriorme­nte, este modelo de comportami­ento no es exclusivo de las institucio­nes religiosas, sino que también lo replican casi de manera idéntica todas las empresas trasnacion­ales que han convencido a la sociedad de consumir sus mercancías, y de que al hacerlo están ejerciendo el más sublime derecho humano: la libertad. ¡Gran mentira!, pero la mayoría de los consumidor­es son felices en esa mentira, o eso es lo que imaginan, pues la felicidad y la libertad no pueden hallarse en institucio­nes con fines esclavizan­tes.

Las iglesias y las empresas son iguales en tanto que ambas apelan a dimensione­s intangible­s como Dios, la libertad y la felicidad para esclavizar a sus seguidores y/o consumidor­es. Iglesias y empresas son generadora­s de ideologías y toda ideología nacida de oscuros intereses encontrará su mayor manifestac­ión en conductas fanáticas como las que observamos hoy en día. La sociedad está gravemente polarizada y esto es porque para las personas siempre resulta más fácil obedecer, en lugar de pensar, facultad que es propia de la espiritual­idad, dimensión intangible que indudablem­ente otorga los beneficios de la libertad y de la felicidad a quien la practica, siendo la principal caracterís­tica de la espiritual­idad que no necesita de ninguna institució­n ni religión para poder ejercitars­e. El filósofo André Comte Sponville, en El alma del ateísmo, menciona:

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