Una ilusión que desaparece
Las situaciones, personas y acontecimientos que nos ocurren diariamente nos afectarán en la medida en que nos identifiquemos con ellas. La mayoría de los eventos que experimentamos no tienen un valor por sí mismo, sino que somos nosotros los que se lo damos a partir de lo que pensamos y de lo que creemos. El problema es que casi todo lo que pensamos lo hacemos de manera automática y la mayoría de nuestras creencias las tenemos por una suerte de adoctrinamiento, antes que de convencimiento. Abrevando, podríamos decir que nos identificamos con el mundo a partir de pensamientos automáticos y de ideas impuestas, y es debido a esta identificación involuntaria que sufrimos. ¿Cómo dejar de sufrir? Pensando por nosotros mismos y cambiando las creencias por experiencias.
La identificación con nuestro entorno determina la manera en la que nos concebimos a nosotros mismos. Generalmente, cada quien cree tener la razón y comprender el actuar de la realidad, pero esto no puede ser, pues si cada quien tuviera la razón con respecto a lo que la realidad es, la realidad no podría ser. Lo cierto es que nadie sabe verdaderamente nada de nada, ni de la realidad, ni de los demás, como tampoco de uno mismo, pues lo que creemos que somos no es lo que somos; cada quien se imagina a sí mismo mejor o peor de lo que en verdad es.
Lo que uno imagina de sí mismo está ligado a las ideas, y las ideas al pensamiento; un simple pensamiento basta para detonar sentimientos de alegría o dolor. Las imaginaciones, las ideas y los pensamientos por supuesto que pueden tener una manifestación tangible en la realidad que nos circunda, pero generalmente no serán diferentes a fantasmas con la capacidad de alterar nuestro comportamiento siempre en dirección a los polos del gozo y del sufrimiento. Es decir que, en la mayoría de los casos, lo que sentimos tiene su origen en algo que no existe: lo imaginado. En este sentido, somos ridículos, pues nos atormentamos y alegramos con ideas, nos identificamos con algo que solamente podemos ver nosotros mismos, no los demás.
La imagen que hacemos de nosotros mismos casi siempre es más grande, fuerte e importante que su original. Es un hecho innegable que si ahora mismo desapareciéramos el cosmos mantendría su orden, movimiento y sentido inalterables. Nos obstinamos en pensar que viviremos por siempre y que quienes amamos también lo harán, pero no somos más que un testimonio de la mortalidad de las formas vivas y de la caducidad de la existencia. Nada dura para siempre y la diferencia entre nosotros y los castillos de arena que los niños hacen en la playa es mínima. Llegará el día en el que la mar suba tanto, que nos llevará con ella de vuelta al origen.
Aceptar que todo tiene un fin y que la no identificación con lo que nos rodea garantiza la paz es lo que algunas corrientes espirituales llaman “desapego”. Específicamente en el budismo, el desapego es el esfuerzo que el individuo realiza para alcanzar la no identificación con las situaciones, las personas y los acontecimientos del diario vivir. Al no identificarnos con nuestro entorno tendremos la posibilidad de tener imaginaciones, ideas y pensamientos propios en lugar de heredados, pues habremos comprendido gracias a las ventajas que la experimentación ofrece.
La no identificación con la “realidad” es necesaria en tanto que la “realidad” que percibimos no es realmente la “realidad”, sino la máscara de una creencia a la vez impuesta y autoimpuesta. Lo que percibimos no es lo verdadero, eso es fácil de saber, mas no de corregir. El mundo que nos rodea fue creado por personas con poder político y económico y con intereses cuestionables, y por ello es que resulta fundamental cuestionarlo. No porque el mundo que creemos conocer haya estado ahí desde que nacimos, significa que es real. Y si nosotros somos una ilusión, en tanto que nos imaginamos de manera desproporcionada, no lo es menos la sociedad en la que estamos.