LA CASA ABANDONADA
En un estrecho callejón de angostos recodos que unía la calle San Juan con la avenida Insurgentes, un pequeño incendio en una antigua y bella casa señorial llamó la atención de la policía. Esta propiedad pertenecía a la familia López.
El inmueble estaba cuidadosamente cerrado; las puertas y las ventanas de la planta baja estaban encadenadas a pesar de que disponían de sus propias cerraduras, y en los muros del jardín había letreros que advertían a los imprudentes del peligro que corrían si se introducían en ella, dada la existencia de trampas.
Como se había incendiado una casa vecina, los bomberos tuvieron que entrar por los techos en la casa prohibida. Durante el breve tiempo que permanecieron en ella, fueron molestados de diversas formas y de un modo absolutamente incomprensible.
Les arrojaron por la cabeza utensilios en desuso, uno de ellos fue empujado y cayó peligrosamente por la escalera, y el jefe de la brigada fue mordido en la pierna sin poder ver por quién o por qué.
Después de estos hechos, las autoridades interrogaron a Don Alejandro López, quien reconoció con disgusto que la casa estaba embrujada y era absolutamente inhabitable.
Algunos años antes, había heredado esta propiedad de su tío Don Fernando García, un viejo excéntrico, rico y avaro, que vivía en ella con un restringido personal.
Don Alejandro pasaba la mayor parte del año en su propiedad de Querétaro y en invierno se instalaba en un apartamento que alquilaba en el centro de la ciudad. A la muerte de Don Fernando, renunció a este apartamento y se fue a vivir a su nueva propiedad en la calle San Juan, con su esposa, sus cuatro hijos y seis personas de su personal de casa.
Pero ya desde los primeros días, fenómenos perturbadores e inexplicables les hicieron la vida imposible.
Durante las comidas, los manteles eran tirados bruscamente y la vajilla arrojada por los suelos; en la cocina los fuegos se apagaban produciendo densas columnas de vapor y humo, como si acabaran de ser inundados. Por la noche, les apagaban las velas y varias veces fueron cruelmente golpeados, arañados e incluso mordidos por seres invisibles durante su sueño.
Temiendo por la salud y la razón de su esposa e hijos, y amenazado con perder a sus criados, Don Alejandro decidió clausurar la casa embrujada y abandonarla a los fantasmas que parecían haberla escogido por vivienda.
Don Alejandro afirmó no haber visto jamás a los espectros malévolos, pero sí había oído sus gritos y risas que, no obstante, eran débiles y parecían oírse de lejos.
Solo dos empleadas, ocupadas en limpiar verduras en la cocina, fueron sorprendidas un día por la repentina aparición de tres niños sucios y casi desnudos, cuya expresión manifestaba odio y maldad. Desaparecieron tan bruscamente como habían aparecido, “silbando como serpientes”.
Doña María, la esposa de Don Alejandro, declaró que una noche, al volver del teatro, se había sentado unos minutos ante la chimenea de uno de los salones del piso superior. De repente, notó una violenta corriente de aire helado en la nuca y, creyendo que la puerta se había abierto, se volvió. No obstante, la puerta estaba cerrada, pero alcanzó a distinguir, cerca del techo, una horrible cara que la miraba fijamente. Pidió socorro, pero aquel rostro desapareció en el acto.
No sabemos si las autoridades insistieron a Don Alejandro para que les permitiera abrir una investigación. Creemos que no, pues en realidad no se había cometido crimen ni delito alguno. La casa fue abandonada, quedando envuelta en un halo de misterio y terror que perdura hasta nuestros días.