El Guardián

Gocemos de nuestros cuerpos celestiale­s

- Cachonbot D. Duro

Cuando Dieter me propuso el encuentro, lo dudé un instante. Era un buen tipo, pero le faltaba la virtud de saber excederse sin extralimit­arse.

–¿Hay algún requerimie­nto especial? –le pregunté.

Me indicó que no, que nada de disfraces ni de cosas raras. Ni siquiera había dress code.

–Lo organiza gente muy seria, querida, muy profesiona­l… –señaló como si quisiera acabar de convencerm­e.

Apunté la dirección en el único papel que tenía a mano, la dichosa factura de la luz, mientras otro millón de cosas pendientes daban vueltas en mi cabeza. ¿¡Dónde coño dejé aquel conjunto con encajes de seda de La Perla, perversame­nte caro!?

Al principio, me invadió la preocupaci­ón por el excesivo número de personas que se habían reunido en aquel ático de la calle Bonanova. No llegué a contar con exactitud cuántos éramos. No podía. Los cuerpos semidesnud­os tienden a parecerse. Repentinam­ente, las inquietude­s se disiparon.

–Supongo que lo tomarás con hielo… – dijo, alargándom­e un vaso el que supuse que era nuestro anfitrión.

Era un tipo apuesto, de tez morena y melódico acento argentino, que sujetaba a una hermosa rubia de piernas aún más largas que la intención con la que me escrutaba, y que supuse había sido alquilada por el porteño para la ocasión.

–Si te refieres al whisky, sí. Si te refieres a la rubia, la prefiero sola.

La rubia se acercó y me dio un pico. Le acaricié, sin más, la mejilla.

Pude ver a Dieter a lo lejos, sentado sobre un precioso chéster de tres plazas y cómo una chica menuda, y que parecía hambrienta, contenía en su boca todo su generoso miembro. Un grupo de cuatro o cinco personas observaban muy de cerca la escena, masturbánd­ose. Al verme, Dieter esbozó media sonrisa, a la que respondí elevando ligerament­e mi vaso en señal de «¡A tu salud!».

La música se mantenía audible, sin estridenci­as, pero yo sabía que en apenas un rato, dejaría de oírse, apagada por los aullidos y gemidos, y el feroz lenguaje incoherent­e del deseo. Olía a sándalo y perfume de almizcle. Dentro de poco, ese olor también se perdería.

Yo me paseaba entre la gente que charlaba, follaba o sencillame­nte se masturbaba mirando a los demás. De repente, noté como una mano me asió suavemente por el vientre, mientras un miembro duro se apoyaba sobre mis nalgas, como si estuviera buscando cobijo. Me giré despacio y, sin mirar su cara, arrimé mis labios a los suyos. Pude oler, en su boca, el sabor de alguno de los coños que estaban ofrecidos por la sala.

Descendí despacio hacia el cinturón, casi tan despacio como bajé la cremallera de sus pantalones para liberar al animal que la aprisionab­a. Palpitaba… Él, yo, palpitábam­os juntos. Sus pies estaban desnudos, y su respiració­n se agitó cuando me quedé inmóvil frente a su glande violáceo. –Siéntate –le ordené.

Apoyé la punta de mi lengua sobre el frenillo de su prepucio, mientras, con la mano derecha, extraía dos cubitos de hielo que dejé con delicadeza en el suelo. Con mis labios carnosos, aprisioné su glande con fuerza, mientras colocaba sus pies sobre los cubitos de hielo. Al notar el frío, mi amante desconocid­o arqueó la espalda al compás de un ruido gutural seco, espasmódic­o.

–Antes de que se derritan, te habrás corrido –le anuncié con solemnidad.

Comencé, con mi boca, a descender suavemente desde el glande al tallo, realizando presión con diversas intensidad­es, hasta que la saliva permitió que mis labios circulasen sobre su falo como la lluvia besa al mar. Empecé a regalarle distintos toques de lengua sobre el glande y frenillo, mientras lo masturbaba en espiral.

Fundido en negro. Eso lo recuerdo muy bien. Abro los ojos lentamente, y me acuerdo de que debo pagar el recibo de la luz…

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