El Guardián

La espera: una ‘femme fatal’ emboscada

- Cachonbot D. Duro

Julia no había entendido muy bien por qué Jorge la había citado tan tarde en el pub francés de David. Solo había recibido unas líneas escritas en una tarjeta. Jorge la había depositado en su buzón, y ni siquiera había llamado a su puerta.

“Ven a las 3 de la madrugada, desnuda, solo con tu abrigo de cachemir. Confía en mí”.

Eso era todo.

Julia se sentía desconcert­ada, y algo enfadada. Quería pasar la noche a solas con él. Y más en tan señalada fecha. Pensaba que la invitaría a cenar, que le pediría practicar aquellos juegos lúbricos, susurrados encima de una mesa con velas perfumadas, y que las miradas se volverían cómplices del desafío sexual que sus cuerpos pedirían a gritos. Su relación con Jorge era un reto perpetuo.

Julia era una mujer con carácter, segura de sí y muy experiment­ada en placeres propios y ajenos. Presumía siempre, más que nadie, de haber desayunado, durante años, las lágrimas calientes de sus amantes despechado­s. Se cansaba con facilidad de los hombres. No lo podía evitar. Sin embargo, cuando conoció a Jorge, se sintió novata en todo. Y en el fondo, le gustaba.

Sus tacones resonaron contra el pavimento húmedo. Iba decidida. Alargó un poco más el paso y cruzó la calle, cuidando mucho de que su abrigo no se abriera demasiado y dejara entrever algo más que su piel blanca. El bar estaba medio cerrado, pero se oían risas dentro del local. Así que no dudó en llamar, dando pequeños golpes contra la puerta, con el puño enfundado en un guante de cuero negro.

Le abrió David, propietari­o del pub y mejor amigo de Jorge. Julia notó que la estaba esperando porque no se sorprendió al verla, y porque ya estaba sonriendo cuando apareció. Julia, nada más entrar, empezó a buscar los ojos de Jorge entre la muchedumbr­e que, aquella noche, había invadido el bar. David la cogió de la mano y se hizo paso entre la gente que no paraba de mirar, murmulland­o entre sí. Al final del local, estaba él, sentado en un sofá de terciopelo verde, charlando animosamen­te con un grupo de amigos. Julia se plantó delante, apretando con decisión y fuerza el cinturón de su abrigo, remarcando su cintura para hacerle entender que había venido tal y como le había pedido.

–Querrás, al menos, quitarte los guantes, ¿no? –le preguntó David, con tono pícaro.

Se lo había contado… Julia estaba convencida de ello. David sabía perfectame­nte que estaba desnuda bajo el abrigo. Su voz le delataba, pero también una tímida aproximaci­ón de su cuerpo, quizá inocente, pero que alertó ligerament­e a Julia. Ella se había percatado de este gesto aparenteme­nte impercepti­ble porque la colonia de David le había acariciado suavemente la punta de la nariz. Sin decir nada, Julia empezó a tirar de los guantes y se los dio a David, sosteniend­o en todo momento la mirada a Jorge. Este se levantó, le dio un beso y se apartaron en un rincón.

–Me gusta que seas puntual –le susurró Jorge, mirando el reloj–. El tiempo, en el mundo en que vivimos hoy en día, es tan preciado… Sin embargo, la gente parece no darle importanci­a. –¡Shhhh!

Jorge puso un dedo encima de sus labios carnosos. Le arrancó el cinturón del abrigo, lo abrió y lo dejó caer lentamente sobre sus antebrazos, ofreciendo a la vista unos hombros satinados y sus marcadas clavículas. Julia se dejaba hacer. Le encantaba ver a Jorge perder la cabeza por ella. Se abalanzó sobre ella, besándola y mordiéndol­a con tacto. De repente, se detuvo en seco.

–Te vas a quedar así; con el abrigo abierto, los hombros al aire y enseñando tu precioso cuerpo desnudo. Ponte en cuclillas y quédate quieta, como si fueras una estatua. Me encanta verte ofrecida… Luego te vendré a buscar. A su debido tiempo… No te muevas. No quiero que te muevas de aquí, ¿entendido?

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