Constitución y pluralismo político
Apartir de 1963, con los denominados “diputados de partido”, el sistema político mexicano emprendió una tendencia hacia la institucionalización del pluralismo político.
Esa tendencia se ha expresado no sólo en un continuo de reformas constitucionales que le dieron efectividad al voto, sino también en una doctrina jurisdiccional que ha dado forma y garantía al contenido esencial de la forma representativa de la democracia mexicana. Hasta ahora.
La reforma de 1977 introdujo el sistema electoral mixto preponderantemente mayoritario que se mantiene vigente a la fecha. Bajo este sistema, la mayor porción de los escaños de las asambleas legislativas se adjudica a los candidatos postulados por los partidos políticos o coaliciones que obtienen el mayor número de votos en una elección, pero otra parte de escaños se distribuyen entre las fuerzas contendientes según el porcentaje de votos que recibieron en las urnas.
Este sistema responde a dos lógicas elementales. Por un lado, que ningún voto se desperdicie o quede huérfano de representación y, por otro, que el poder público que personifica jurídicamente la voluntad del pueblo sea el reflejo lo más fiel posible del ser del pueblo, esto es, de las identidades, preferencias, intereses o sensibilidades del cuerpo electoral. Ninguno gana todo y nadie pierde todo.
En el proceso de democratización del sistema político mexicano se ensayaron, matizaron, ratificaron o abandonaron distintas reglas con el propósito explícito de conciliar dos valores íntimamente asociados a la estabilidad política y social del país: la gobernabilidad y el pluralismo político.
El gradualismo reformista creó equilibrios pactados en los que, por ejemplo, a cambio de una mayor apertura institucional a las minorías, sobre todo de las izquierdas, el régimen de partido hegemónico conservó dispositivos para asegurar artificialmente el control de las cámaras (la famosa “cláusula de gobernabilidad”).