GRANDILOCUENCIA, UNA TÁCTICA PARA EVADIR LOS TEMAS MÁS IMPORTANTES
Al hablar de plantas nucleares, de ciudades sostenidas por una utopía cripto o de convertir al país en un nuevo hub de negocios regional, el Gobierno no solo produce contenido de interés internacional, aún si el contenido es recogido en su calidad de disparate o extravagancia, sino que consigue algo igual de útil para sus intereses: evade hablar de los temas importantes. Al régimen se le hace cada vez más necesario rehuir de la conversación con la sociedad porque no sale bien parado al abundar sobre derechos humanos, situación de la economía, liquidez y salud de las finanzas públicas, y ni se diga sobre las promesas incumplidas alrededor de la educación, salud y servicios básicos.
Tras un primer quinquenio, la nación conoce los rasgos prominentes de la administración y entiende algunos en una clave crítica. Se sabe que hay una debilidad por la grandilocuencia, por ponerle títulos rimbombantes a los proyectos, que es un gobierno de ocurrencias más que de políticas transversales y que no admite ahorros cuando se trata de promocionar al presidente o a sus éxitos en clave publicitaria a escala internacional.
No es el primer mandatario salvadoreño con esa preferencia por el márketing político, tampoco el primero con un apetito voraz por la penetración de su marca en el entorno regional y no es la primera administración en la que los funcionarios valen más por su obediencia que por su capacidad técnica o méritos académicos. Que lo hace de un modo distinto, que es un fidedigno fruto de su tiempo -el de las redes sociales, el de la posmodernidad que desdice de las ideologías-, eso lo distingue, pero aunque el diseño sea novedoso, el concepto es pues repetido.
Por supuesto que esta práctica supone un conflicto ético, mismo por el que pasan muchos políticos alrededor del mundo: cultivan su marca personal, esa de la que usufructuarán tras su retiro de la función pública -aunque algunos se benefician de ella durante su gestión-, y lo hacen a través de la exposición que les da un cargo de elección popular, si no es que de los dineros de los contribuyentes que se invierten en publicidad y propaganda.
Pero la sistematización de esa rutina, la de sustituir la política con el espectáculo y llenar la tribuna pública de divertimentos, supone algo más delicado: la trivialización de los problemas de la nación, la consiguiente relativización de los derechos de los ciudadanos y la desconexión de la cúpula y de la burocracia con la agenda de las mayorías.
Al hablar de plantas nucleares, de ciudades sostenidas por una utopía cripto o de convertir al país en un nuevo hub de negocios regional, el Gobierno no solo produce contenido de interés internacional, aun si el contenido es recogido en su calidad de disparate o extravagancia, sino que consigue algo igual de útil para sus intereses: evade hablar de los temas importantes. Al régimen se le hace cada vez más necesario rehuir de la conversación con la sociedad porque no sale bien parado al abundar sobre derechos humanos, situación de la economía, liquidez y salud de las finanzas públicas, y ni se diga sobre las promesas incumplidas alrededor de la educación, salud y servicios básicos.
Es más cómodo conversar sobre el fin del globalismo en un foro conservador estadounidense que sobre los índices de corrupción, es más fácil referirse a las ganancias con la presunta inversión gubernamental en ese activo que a los cientos de fallecidos en los centros penitenciarios en el último año, es más conveniente hablar sobre la familia desde la controlada y producida semiótica de la cúpula que desde los miles de familias que reclaman justicia desde la ola homicida de hace dos años y sus terribles consecuencias. La grandilocuencia es útil porque produce suficiente ruido para eclipsar los ayes y preguntas de la población.