DESTRUIR OBJETOS NO BORRA LA HISTORIA, SOLO BORRA LA CAPACIDAD DE RECONSTRUIRLA
En El Salvador, “cayó” un objeto que representaba la concordia entre los bandos enfrentados durante la Guerra Civil. Fue un intento teatral de demostrar que con esta “caída” llegaba el fin de la posguerra; pero, el objetivo fue, como en todos los casos, intentar borrar la Historia.
Cada objeto tiene su historia y en cierta medida se convierte en un objeto que sirve para entender la Historia.
Por ejemplo, el arte suele ser, en sí mismo y por su propia naturaleza, el historiógrafo de los objetos. Esto, básicamente, porque la misma Historia del Arte se constituye con estos objetos que poseen un valor trascendental, más allá de lo económico o mercantil.
Los objetos dentro del mundo del arte construyen la Historia que, a su vez, se puede entender (en cierta medida) gracias a las obras de arte. La destrucción de los objetos artísticos no borra la Historia, pero borra la capacidad que tenemos para reconstruirla.
En la Edad Media solía pasar que se desmantelaban objetos, principalmente arquitectónicos, de civilizaciones sometidas o derrotadas, con el único objetivo de construir otros objetos acordes a la civilización dominante o victoriosa.
En caso de no destruirse, se reinterpretaba su función. Y ahí el campeón fue el Partenón de Atenas: fue templo en la mayor parte de su historia (incluyendo religiones anómalas para su función original como la cristiana o la islámica), pero fue también, por ejemplo, un polvorín otomano, función culpable de la destrucción de su entrada principal (propileos).
En la América precolombina, es de común conocimiento que se introdujo una cultura destructora en el seno de la colonia: los templos fueron los mayormente perjudicados. Esto sin contar los expolios que sufren estos objetos cuando pasan a tener un valor secundario.
Y esto es importante: para desmoralizar a una civilización vencida, los objetos de mayor veneración se convierten en objetos secundarios y propensos al desprestigio por parte de los vencedores.
En el caso más concreto del ser humano, es natural (y casi ritual) que cuando queremos olvidar una etapa de nuestras vidas, destruimos objetos que nos retrotraen a esos momentos. Véase la más que común y alegórica práctica “post amorosa” de destruir fotos y quemar cartas.
Por lo tanto, la historia ha estado plagada de la destrucción de objetos, con el objetivo último de intentar destruir lo que representan, la historia que construyen y la historiografía que los estudia. Los bizantinos tuvieron intensos debates sobre la representación y aquella querella fue significativa. Unos a favor de venerar cualquier imagen que representase a la divinidad (iconódulos) y los que estaban en contra y las destruían (iconoclastas).
En la contemporaneidad americana, las estatuas de Cristóbal Colón fueron destruidas y descabezadas, con el objetivo de reivindicar nuestro pasado (Historia) y repudio a quien siempre se vendía como “el descubridor de América”. Pero también ha sucedido en otras latitudes como Ucrania, Reino Unido o Afganistán.
En definitiva, lo que siempre ha molestado en la Historia es la historiografía de las cosas: la interpretación y estudio del significado del objeto. Lo que molesta, en realidad, es el mero significado de las cosas. Por eso los destruimos, porque es nuestro ritual (necesario, político, quimérico o histriónico) con el que, de manera simbólica, destruimos la historia (indestructible en su esencia de inmaterial y pretérita).
Concluyo con que la Historia está en los objetos, pero también en los libros. Y mientras los libros existan (y gente que los lea) la Historia puede preservarse de manera más o menos efectiva. Esto hasta que se empiece a quemar los libros: evento distópico, que con estos albores, no me sorprendería que empiece a suceder.