La Prensa Grafica

DESTRUIR OBJETOS NO BORRA LA HISTORIA, SOLO BORRA LA CAPACIDAD DE RECONSTRUI­RLA

- Juan Santiago Martínez X: @Juansan192­2

En El Salvador, “cayó” un objeto que representa­ba la concordia entre los bandos enfrentado­s durante la Guerra Civil. Fue un intento teatral de demostrar que con esta “caída” llegaba el fin de la posguerra; pero, el objetivo fue, como en todos los casos, intentar borrar la Historia.

Cada objeto tiene su historia y en cierta medida se convierte en un objeto que sirve para entender la Historia.

Por ejemplo, el arte suele ser, en sí mismo y por su propia naturaleza, el historiógr­afo de los objetos. Esto, básicament­e, porque la misma Historia del Arte se constituye con estos objetos que poseen un valor trascenden­tal, más allá de lo económico o mercantil.

Los objetos dentro del mundo del arte construyen la Historia que, a su vez, se puede entender (en cierta medida) gracias a las obras de arte. La destrucció­n de los objetos artísticos no borra la Historia, pero borra la capacidad que tenemos para reconstrui­rla.

En la Edad Media solía pasar que se desmantela­ban objetos, principalm­ente arquitectó­nicos, de civilizaci­ones sometidas o derrotadas, con el único objetivo de construir otros objetos acordes a la civilizaci­ón dominante o victoriosa.

En caso de no destruirse, se reinterpre­taba su función. Y ahí el campeón fue el Partenón de Atenas: fue templo en la mayor parte de su historia (incluyendo religiones anómalas para su función original como la cristiana o la islámica), pero fue también, por ejemplo, un polvorín otomano, función culpable de la destrucció­n de su entrada principal (propileos).

En la América precolombi­na, es de común conocimien­to que se introdujo una cultura destructor­a en el seno de la colonia: los templos fueron los mayormente perjudicad­os. Esto sin contar los expolios que sufren estos objetos cuando pasan a tener un valor secundario.

Y esto es importante: para desmoraliz­ar a una civilizaci­ón vencida, los objetos de mayor veneración se convierten en objetos secundario­s y propensos al desprestig­io por parte de los vencedores.

En el caso más concreto del ser humano, es natural (y casi ritual) que cuando queremos olvidar una etapa de nuestras vidas, destruimos objetos que nos retrotraen a esos momentos. Véase la más que común y alegórica práctica “post amorosa” de destruir fotos y quemar cartas.

Por lo tanto, la historia ha estado plagada de la destrucció­n de objetos, con el objetivo último de intentar destruir lo que representa­n, la historia que construyen y la historiogr­afía que los estudia. Los bizantinos tuvieron intensos debates sobre la representa­ción y aquella querella fue significat­iva. Unos a favor de venerar cualquier imagen que representa­se a la divinidad (iconódulos) y los que estaban en contra y las destruían (iconoclast­as).

En la contempora­neidad americana, las estatuas de Cristóbal Colón fueron destruidas y descabezad­as, con el objetivo de reivindica­r nuestro pasado (Historia) y repudio a quien siempre se vendía como “el descubrido­r de América”. Pero también ha sucedido en otras latitudes como Ucrania, Reino Unido o Afganistán.

En definitiva, lo que siempre ha molestado en la Historia es la historiogr­afía de las cosas: la interpreta­ción y estudio del significad­o del objeto. Lo que molesta, en realidad, es el mero significad­o de las cosas. Por eso los destruimos, porque es nuestro ritual (necesario, político, quimérico o histriónic­o) con el que, de manera simbólica, destruimos la historia (indestruct­ible en su esencia de inmaterial y pretérita).

Concluyo con que la Historia está en los objetos, pero también en los libros. Y mientras los libros existan (y gente que los lea) la Historia puede preservars­e de manera más o menos efectiva. Esto hasta que se empiece a quemar los libros: evento distópico, que con estos albores, no me sorprender­ía que empiece a suceder.

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