EL VALOR DE UN LIBRO
Cada vez que leo o me hacen la pregunta de cuál es el libro que salvaría de mi biblioteca personal en caso de un incendio, pienso en el mismo: la Antología de poesía surrealista francesa publicada por Ediciones Coma, de México, en 1981.
La compilación fue hecha por Julio Ulloa e incluye traducciones de Aldo Pellegrini, César Moro y Emilio A. Westphalen, entre otros. Hay una nota biográfica de los más de 50 autores incluidos y varios poemas de cada escritor. André Breton, Louis Aragón, Paul Eluard, Leonora Carrington, Benjamin Péret, Antonin Artaud, Tristán Tzara, René Char, Aimé Césaire, Jacques Prevert y Robert Desnos son algunos de los autores incluidos.
El libro lo compré en la ciudad de México, en marzo de 1984. Estaba en la vitrina de una pequeña librería en algún punto de la Avenida Insurgentes. De hecho, lo vi, seguí caminando, pero después de un par de cuadras regresé para llevármelo, sabiendo que andaba en aquella calle por casualidad y que se me haría difícil volver.
No puedo decir la cantidad de veces que he leído o consultado ese libro. Lo forré con plástico transparente para protegerlo. Hice mis subrayados en lápiz. Leí y releí aquellos poemas maravillosos sin poder compartir el motivo de mi fascinación. Muchos le echaban mugre a los surrealistas por sus posiciones políticas, que durante el intelectualismo izquierdoso de los ochenta, era mal visto, por lo que leerlos o tomar en serio su propuesta era un gusto culposo.
El surrealismo es un arte que no sirve para nada, se decía, porque a quién diablos le importan los sueños. Pero a mí sí me importaron los surrealistas. Tanto así que, a partir de esa antología, comencé a coleccionar libros sobre el movimiento y también sobre sus antecesores directos, los dadaístas. Libros de pinturas, fotografías, novelas, poemas, lo que fuera. Ya aspiraba a ser escritora y los surrealistas me enseñaban muchas cosas como quebrar la lógica, jugar con las palabras y las imágenes, contar historias con un pie en la realidad y con el otro metido en la oscuridad de la imaginación, los sueños y el subconsciente.
Esa antología tiene para mí, hasta el día de hoy, un valor que no puede ser calculado en monedas. Ni siquiera recuerdo cuánto me costó. Pero se convirtió en ese preciado libro con el que saldría corriendo en caso de incendio. El que buscaría llorando entre los escombros de la casa, si ocurriera una tragedia. El que me llevaría al exilio. El que jamás le presto a nadie. El que espero metan en mi cajón para llevármelo a la otra vida.
El valor de ese libro es subjetivo. No es una edición que destaque por su portada, por el papel utilizado ni porque tenga una importancia histórica. En realidad, no sé si en mi biblioteca hay libros que sean valiosos a nivel monetario. Nunca he tenido la capacidad económica para dedicarme a comprar libros raros y nunca tuve afán de coleccionista.
Los libros de nuestra biblioteca pueden tener un valor personal añadido, por ejemplo, si su lectura o posesión está vinculada a un momento importante de nuestras vidas. Algunos ejemplares nos impactan por alguna enseñanza específica y, aunque no sea la mejor de las ediciones, no queremos desprendernos de ella. Algunos libros que heredamos son auténticas reliquias familiares. Quizás el valor que le otorgamos a un libro radica en que lo leímos en la sala de espera de algún hospital o un aeropuerto, esperando una muerte o un retorno. Es un valor sentimental que trasciende la edición, el autor o el contenido mismo.
No debemos confundir “valor” con “precio”, que son dos cosas diferentes.
En el caso de los libros, también hay un valor social, que reside en varios elementos. Las primeras ediciones, las ediciones limitadas, algunos errores de tipografía o compaginación, el material utilizado o la existencia de firmas o dedicatorias del autor o de alguna personalidad son algunos elementos que le agregan valor monetario a los libros antiguos, siempre y cuando haya también una demanda por ellos de parte de coleccionistas.
Lo que para algunos pueden ser solamente libros viejos, amarillentos y polvosos, para otros puede tener un valor trascendental. En una región como la nuestra, donde la publicación, pero sobre todo la reedición, es un asunto muy limitado, encontrar o poseer libros impresos en décadas pasadas es ser dueño de un pequeño tesoro editorial. Sabemos que esos títulos muy difícilmente volverán a ser publicados y que, por lo tanto, son prácticamente imposibles de encontrar.
El hecho de ser ediciones únicas del devenir editorial salvadoreño debería servir para que numerosos libros fueran apreciados, conservados y rescatados como material precioso. Su contenido, los estilos de diagramación, las portadas y el tipo de material utilizado proporcionan información histórica valiosa sobre el estilo de nuestras publicaciones que, por contraste con ediciones más recientes, conforman todo un memorial de nuestra literatura, nuestros autores y nuestra riqueza intelectual.
Nuestro sistema social no incluye la educación sobre el valor de los objetos artísticos o editoriales. Nuestra sociedad tiene una tendencia desastrosa a borrar el pasado. Una de las estrategias para ello es ese silencio editorial y artístico que elimina de la memoria colectiva los eventos trascendentales de su devenir.
El silencio impuesto sobre nuestra herencia intelectual, mediante el borrado y la descalificación de lo antiguo, se suma al absurdo argumento de que todo lo viejo es inservible. ¿Cómo podremos estar orgullosos de nuestros artistas y escritores, si no tenemos conocimiento ni acceso a su obra, más allá de la tediosa enseñanza escolar? ¿Cómo tener una cultura sólida, si de manera cíclica se hace borrón y cuenta nueva con ella?
Más allá de lo que ganamos con una lectura, debemos aprender a apreciar el objeto libro desde el valor que aporta a nuestras vidas y también a nuestra sociedad, sobre todo con los libros viejos que algunos descartan como basura o inservibles y que muchas veces almacenan entre sus páginas una importancia que trasciende lo monetario.
Nuestra sociedad tiene una tendencia desastrosa a borrar el pasado. Una de las estrategias para ello es ese silencio editorial y artístico que elimina de la memoria colectiva los eventos trascendentales de su devenir.