DESECHAR LA CONFRONTACIÓN, OTRO PROPÓSITO POR PERSEGUIR
Pero tampoco ha sido suficiente. Cada vez lo será menos y de ahí la urgencia de alienar el escenario nacional y transformarlo en un campo de la nueva moral en el cual solo hay buenos y malos, de tal suerte que no hay posibilidad de debate sino solo de confrontación entre quienes están enteramente a favor de lo que dice el Gobierno y entre quienes no. Esa estrategia ha impedido que la nación construya de modo progresista su agenda ciudadana; el timing ha sido desafortunado porque el ocaso de los viejos partidos políticos también dio al traste con algunas expresiones sociales por ellos apoyadas -algunas de ellas, más artificio que movimiento auténtico debido a que el “apoyo” era financiero y por ende un pecado de origen- y a la sociedad apenas está entendiendo dónde le duele más el autoritarismo y qué vehículos de participación y reivindicación le son más útiles ad hoc. Los miembros más prometedores y comprometidos de la sociedad civil deben pues al reto de enarbolar las banderas en un ambiente de pobre representatividad, añadir la tarea de escuchar su propia voz, liberada del ruido ensordecedor del discurso oficial y resistirse a la tentación de más confrontación.
Otro de los retos de este año es romper la polarización que se cierne como bruma sobre toda la dinámica salvadoreña.
Hace algunos años, el principal ay de la democracia nacional era la dialéctica sorda entre ARENA y FMLN; mientras el partido de izquierda fue de oposición, esa tensión tuvo contenido, tenía que ver con el rol del Estado como inversionista en el desarrollo humano, con la deficiente fiscalización del gasto y contra la militarización de la seguridad pública.
Pero a partir de su triunfo electoral y su fracaso en el Ejecutivo, la izquierda histórica perdió crédito y en los últimos años de su segundo gobierno, la discusión fue superficial y enfocada en los manierismos, no en conceptos ni en principios, ni siquiera enfocada en las políticas de Estado.
Curiosamente ahora, cuando la influencia de esas instituciones ha quedado reducida a una expresión casi anecdótica, la conversación nacional se ha crispado todavía más. Es por otros propósitos, por supuesto.
En la medida que la realidad financiera va cercando al Gobierno y de modo simultáneo el Estado brinda respuestas cada vez más mediocres a las necesidades de salud, empleo y educación de las clases populares, el oficialismo necesita mantener su discurso en pie.
La propaganda ha hecho su parte, en especial penetrando entre la nación que radica en el extranjero, pero no hubo en la historia de país alguno un gobierno que se mantuviera firme a pura publicidad. Elías Saca lo intentó y con los resultados ya conocidos.
Aunque la inversión en este tipo de contenido alcance números altos este trimestre debido a la campaña electoral, el régimen ha estado progresivamente obligado a instalar su narrativa de otro modo: por la fuerza.
A tal efecto se ha montado una batería de opinadores, catequistas, matones de las redes sociales y relacionistas públicos camuflados como periodistas, para avalar, mantener activo, polemizar y recrear una dinámica democrática alrededor de la propaganda. Ese truco ha funcionado muy bien, porque de cara al público menos lúcido, se ha avalado como legítimos los supuestos del discurso oficial.
Pero tampoco ha sido suficiente. Cada vez lo será menos y de ahí la urgencia de alienar el escenario nacional y transformarlo en un campo de la nueva moral en el cual solo hay buenos y malos, de tal suerte que no hay posibilidad de debate, sino solo de confrontación entre quienes están enteramente a favor de lo que dice el Gobierno y entre quienes no.
Esa estrategia ha impedido que la nación construya de modo progresista su agenda ciudadana; el timing ha sido desafortunado porque el ocaso de los viejos partidos políticos también dio al traste con algunas expresiones sociales por ellos apoyadas -algunas de ellas, más artificio que movimiento auténtico debido a que el “apoyo” era financiero y por ende un pecado de origen- y la sociedad apenas está entendiendo dónde le duele más el autoritarismo y qué vehículos de participación y reivindicación le son más útiles ad hoc.
Los miembros más prometedores y comprometidos de la sociedad civil deben pues tomar el reto de enarbolar las banderas en un ambiente de pobre representatividad, añadir la tarea de escuchar su propia voz, liberada del ruido ensordecedor del discurso oficial y resistirse a la tentación de más confrontación.