No es tan sencillo
cuentas no se te da”.
Por qué no se va a dar, si se lo estamos contando a las personas que sabemos nos aman y por lo tanto no hay nada que temer y solo se puede esperar su colaboración y buenos deseos para que al final todo resulte conforme a lo planeado.
Lo difícil resulta cuando la adversidad, al lucir uno de sus tristes vestidos, toca nuestras vidas con una dificultad financiera, la pérdida de un empleo o de una oportunidad esperada por años, algún problema de nuestros hijos o en el peor de los casos, con una enfermedad catastrófica, por miles de razones o sin razón alguna, nos resulta imposible compartir con nadie, a veces ni siquiera con aquellos a quienes vemos a diario.
Por un lado, surge la pregunta: ¿Tengo el derecho de inquietar a esta persona, sumarle una preocupación más a las que ya de por sí debe tener? Entonces la respuesta llega de forma automática: “No. No tengo ese derecho”.
Esto no significa que uno se sienta tranquilo, pues también casi de inmediato otra pregunta nos obliga a encontrar una explicación: ¿Qué sentiríamos nosotros si alguien a quien amamos y consideramos parte integral de nuestras vidas, parte de nuestra familia por elección, está pasando por una situación difícil o muy triste, y no nos hace partícipes de esa realidad? Sí, probablemente nos sentiríamos excluidos de la vida de esa persona.
Pensaríamos que no nos considera más como ese amigo incondicional, leal, sincero, dispuesto a llorar nuestras penas y reír nuestras alegrías. Nos dolería bastante, quizás hasta nos preguntaríamos si le fallamos en algo y por eso ya no confía más en nosotros. Pero por más vueltas que se le dé al asunto, siempre resulta difícil compartir las tristezas, las preocupaciones y las adversidades, tal vez porque sentimos que no es justo mortificar a quienes amamos, aun cuando existen momentos en que solo quisiéramos poder sentir un fuerte abrazo de aquellos que nos aman y escuchar sus palabras solidarias y de fe de que todo estará bien.
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