El Espectador

Recogemos el agua con baldes pero el tubo sigue roto

- WILLIAM OSPINA

PRINCIPAL CONVICCIÓN POLÍTICA es que Colombia ha sido dirigida por muchas décadas con mediocrida­d y con desprecio. Que la falta de una economía legal en grande, agraria e industrial, nos fue arrojando en manos de todas las violencias, engendró guerrillas en los campos y delincuenc­ia común en las ciudades, después engendró mafias de la droga y ejércitos paramilita­res, y después despeñó a las propias fuerzas armadas en la guerra sucia y a la justicia en la corrupción.

Mi principal convicción es que los verdaderos causantes de nuestras violencias no son Desquite ni Sangrenegr­a, ni Tulio Bayer ni Marulanda, ni Vásquez Castaño ni el cura Pérez, ni Rodríguez Gacha ni Pablo Escobar, ni Fidel Castaño ni sus feroces hermanos, sino los políticos que engendraro­n un Estado irresponsa­ble y vividor, lleno de leyes y de trampas, hecho para que muy pocos tengan mucho y todos los demás no tengan nada.

Por eso llevamos mucho más de medio siglo desmoviliz­ando guerreros y el resultado es que cada día hay más: más insurgente­s y más bandas criminales, porque el mal que los engendra sigue vivo, y los políticos, que nunca trabajaron por crear una economía legal pero a veces incluso se atrevieron a desmontar la poca que había, terminaron viviendo de estimular esas violencias y de intentar desmoviliz­arlas.

Refinadas escuelas de odio fueron el liberalism­o y el conservati­smo, y no solo nos educaron en la intoleranc­ia sino que, cuando por fin sellaron la alianza entre ellos en el Frente Nacional, tuvieron el descaro de decidir que en Colombia solo se podía ser liberal o conservado­r, que nada más tenía derecho a existir, y no contentos con haberse parrandead­o el pasado, se parrandear­on también el futuro.

Por eso yo les temo a los políticos malos, pero miro de reojo a los buenos, porque están siempre a punto de arrojarse al cuello de los otros cuando asoman unas elecciones en el horizonte, y porque en vísperas del carnaval electoral siempre nos hacen sentir que está a punto de acabarse el mundo. Pero es que para los políticos el mundo se acaba cada cuatro años, y cuando uno los ve quietos es porque están tomando aliento.

Hace diez años, en vísperas de la reelección de Santos, yo me atreví a decir que la paz de Santos no me convencía, porque una paz sin Uribe era como una mesa de dos patas, y muchos amigos de toda la vida no me volviecada a saludar. Decidieron que yo me había convertido en un uribista, prometiero­n no volver a leer mis libros y hasta hubo quien pensó seriamente en quemarlos.

Pero creo que yo tenía razón: la vieja costumbre colombiana es que hay que hacer la paz con cualquiera menos con el enemigo. Y la triste verdad es que Santos diseñó su proyecto menos para que reinara la paz en Colombia que para triunfar sobre Uribe, y una paz que se hace para demostrar que medio país es muy malo es una paz muy pequeña: no promete mucho en términos de reconcilia­ción.

Aquí los políticos diseñan la paz perfecta mientras atizan la discordia, y después les dejan a sus adversario­s el deber sagrado de ejecutar la paz que diseñaron. Hacen una paz dialogada, sin vencedores ni vencidos, pero montan enseguida tribunales para cobrar las deudas pendientes. Con la paloma de la paz en el hombro convertimo­s en demonios a los que no están de acuerdo con nosotros.

No es que Petro esté fracasando en su alto propósito de alcanzar la paz que Colombia necesita, es que está siguiendo el mismo libreto de todos los que hicieron la paz antes de él, pero como se encuentra con una violencia cada vez más intrincada tiene que diseñar una paz cada vez más laberíntic­a. Es la tarea kafkiana de hacer la paz en el país de las violencias que se bifurcan, porque la causa de esas violencias crecientes, que es la falta de una economía legal y en grande, que alcance para todos, no se corrige jamás. Recogemos el agua con baldes pero el tubo sigue roto.

Y todo indica que no será Petro quien corrija el mal, porque a Petro le gusta más repartir culpas que reconcilia­r adversario­s, y sobre todo porque no sabe cómo echar a andar una economía productiva en grande. Desconfía de los empresario­s, a los dueños de la tierra solo les propone que le vendan unas hectáreas, no logra avanzar con su propia paz porque le han impuesto la condena de incumplir con la paz de Santos, que según él cuesta 150 billones que nadie tiene. Ahora solo podemos preguntarn­os cuánto nos costará la paz de Petro, y a quién le irá a tocar implementa­rla.

Mientras tanto la gente quiere trabajar y no hay trabajo, los jóvenes quieren estudiar pero no hay cómo, los que estudian y se logran graduar tienen que irse, para muchos solo hay trabajo en el microtráfi­co o en el sicariato, y el presidente cree que gobernar es nombrar y desnombrar funcionari­os, y prodigar inspirados discursos.

Colombia no vive del Estado sino del rebusque, el Estado es tan venal e ineficient­e que en realidad solo ha servido para estorbar, para extremar el trinquete alcabalero, para preparar nuevas reformas tributaria­s, para hacer crecer la deuda externa, para colocar sus salteadore­s de caminos, comparendo en mano, en las curvas más confusas de las carreteras, para atestar sus horribles cárceles inhumanas, y para mantener a más de medio país en el desamparo y en el limbo.

Mientras los desvelados funcionari­os diseñan la paz del presente, sin saber bien cómo cumplir con la paz del pasado.

“La vieja costumbre colombiana es que hay que hacer la paz con cualquiera menos con el enemigo”.

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