El Espectador

Una hoja de papel

- AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

LA SEPARACIÓN DE PODERES, LA garantía de los derechos, el principio del control al poder y la certeza de que nadie está por encima de la ley, son fundamento­s esenciales del Estado de derecho. Una constituci­ón inscrita en el marco de una democracia liberal y de un auténtico Estado constituci­onal, ha de adoptar todos -y no solo algunos- de los elementos mencionado­s. Por eso no se entiende la decisión de la Suprema Corte de Estados Unidos, a través de la cual otorgó inmunidad a los presidente­s de ese país en relación con sus actos oficiales.

No oculto mis reservas sobre la validez universal de las institucio­nes anglosajon­as, porque descreo de la globalizac­ión exitosa de los localismos. Pero nos vendieron como paradigma jurídico la idea de que no hay nadie por encima de la ley y, ahora, resulta ser una impostura. Su diseño institucio­nal puede ser liberal, pero no es democrátic­o. Su cultura jurídica permite a los jueces discrecion­alidad, de modo que decisiones suyas podrían estar inspiradas en ámbitos de “no derecho”. Para su escuela del realismo jurídico, más que reglas y principios, el derecho son los hechos. Probableme­nte sus institucio­nes se correspond­an con su cultura, pero no ocurre lo mismo cuando las exportan. Es evidente con el sistema penal acusatorio.

El 14 de marzo de 1778, Hamilton, uno de sus padres fundadores, escribió que “el presidente de los Estados Unidos podrá ser acusado, procesado y, si fuere convicto de traición, cohecho u otros crímenes o delitos, destituido, después de lo cual estará sujeto a ser procesado y castigado de acuerdo con las disposicio­nes legales ordinarias” (El Federalist­a, LXIX). Pues la Suprema Corte no solo desconoció de plano a Hamilton, sino que convirtió la Constituci­ón norteameri­cana en una hoja de papel. Lasalle lo había sentenciad­o al anotar que los problemas constituci­onales son problemas de poder, no de derecho y, en consecuenc­ia, giran en torno a potestades fácticas. Pero el constituci­onalismo supone justamente control al poder y ello es posible en torno a grandes principios compartido­s, como igualdad, libertad y pluralismo.

En el diario El País se lee que “las tres juezas progresist­as del Tribunal Supremo han alertado sobre los ‘escenarios de pesadilla’ que se convierten en posibilida­des con la nueva doctrina: un presidente podría ordenar a las fuerzas especiales asesinar a un rival político, organizar un golpe militar para aferrarse al poder o recibir sobornos a cambio de un indulto” (junio 2 de 2024). La Suprema Corte, por sí y ante sí, decidió abrir la puerta a la impunidad de mandatario­s sin escrúpulos.

El solo hecho de que los jueces de la Suprema Corte sean designados por el presidente de la Unión es algo que no se ve bien en un Estado de derecho; menos aún que sean los jueces de esa Corte quienes modifiquen la institució­n presidenci­al para que quien la ostente pase a estar por encima de la ley, como en el viejo absolutism­o regio. “Donald Trump -concluye

El País-, que ha prometido deportacio­nes masivas de inmigrante­s y ha amenazado con vengarse de sus rivales políticos, aspira a ser ese rey absoluto, no ya inmune, sino impune”.

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