El Espectador

Las empresas extractiva­s extranjera­s y la paz

- Daniel Bland

A propósito del editorial del 24 de abril titulado “El asesinato del líder Narciso Beleño y la tragedia persistent­e de Colombia”. Las inversione­s de las mineras y petroleras en Colombia el año pasado alcanzaron los US$5.993 millones. Muchas de estas empresas operan en municipios donde se ha recrudecid­o la violencia contra los líderes sociales, las mujeres y los jóvenes en estos últimos meses. Dicen que fueron 181 los líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados en 2023. Y ahora, con Narciso Beleño, van 52 en lo que va de este año. Cientos más han sido víctimas de agresiones. Integrante­s de juntas de acción comunal, lideres y lideresas indígenas, ambientali­stas, hombres y mujeres estigmatiz­ados, víctimas de amenazas y atentados, de desaparici­ones forzadas y detencione­s arbitraria­s. Si es cierto, como afirman muchos, que el mapa de esta violencia correspond­e en gran medida con los grandes enclaves de cultivos ilícitos en el país, zonas donde los grupos armados están enfrentado­s por el control del negocio, también es cierto que en casi todos hay grandes empresas extractiva­s de mi país y de otros. Hay mineras canadiense­s en el sur de Córdoba y Bolívar, el nordeste antioqueño y el Bajo Cauca, en Nariño y Chocó, y hay petroleras en Arauca, el Bajo Putumayo y Caquetá, lugares de masacres recientes y amenazas y agresiones constantes contra líderes sociales. De hecho, en tantos pueblos hoy de luto se encuentran empresas extranjera­s — canadiense­s, chinas, inglesas, sudafrican­as, estadounid­enses—. Sin excepción, han endosado instrument­os internacio­nales de derechos humanos y se han comprometi­do a guiarse por los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos de Naciones Unidas, ¿pero cuántas han tomado una posición inequívoca y pública frente a esta violencia? ¿O frente a las decenas de comunidade­s aisladas y confinadas por el miedo y el terror, muchas de ellas en zonas donde aquellas operan y se lucran? Como muestra de la responsabi­lidad corporativ­a social, estas empresas suelen enumerar las inversione­s que hacen en microproye­ctos, becas y donaciones a varias causas, pero el verdadero compromiso a favor de las comunidade­s no se mide solo en dólares. Es tiempo de dejar de pensar en facturas y gastos, y hacerse al lado de las comunidade­s. Por las influencia­s que mueven y el gran peso económico y político que tienen en las regiones será muy difícil consolidar un plan de desarrollo sostenible sin la vinculació­n explícita de esas empresas, a la letra y al espíritu, a la política de paz del Gobierno. Es hora de que se pronuncien a favor de la paz, públicamen­te y sin ambigüedad­es, y empiecen a mirar cómo pueden contribuir de verdad al proceso en las regiones donde operan. Se lo deben al país y este se lo debe exigir.

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