El Espectador

‘En agosto nos vemos’: cuando la lean hablamos

- HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

LOS DESTINOS DE UN LIBRO SON tres: se publica, se olvida o se destruye (por voluntad propia o por censura ajena). La única persona con derecho a quemar un libro es quien lo ha escrito. Conservo la edición en farsi de Memoria de mis putas tristes. Me la alcanzó a comprar en Teherán una amiga, Catalina Gómez, poco antes de que los fanáticos religiosos mandaran quemar la edición iraní por motivos morales. En vista de la recepción de ese mismo libro por una parte del mundo académico, no dudo que, si estos fueran gobierno, la novela habría sido quemada por motivos de corrección puritana análogos a las razones de los ayatolas.

Se supone que a los viejos se les seca el corazón y ya no se enamoran ni sienten deseo, o que si lo manifiesta­n caen en el abismo de la ridiculez o de la perversión. Algunos, lo que es todavía peor, trasladan los efectos del envejecimi­ento del terreno amoroso al creativo y sostienen que en sus últimos quince años Gabo ya no estaba para escribir libros. Se equivocan. Gabriel García Márquez fue un poeta virtuoso en el internado, un periodista joven en Barranquil­la, un novelista maduro en México y Barcelona, un memorialis­ta viejo, pero al final de su vida seguía teniendo proyectos literarios y no quiso renunciar a ser también el escritor capaz de tratar un tema que es casi tan tabú como el incesto: los amores tardíos. Su última aventura creativa, nos cuenta Cristóbal Pera en el epílogo esclareced­or de En agosto nos vemos, tenía que ver con tres novelas breves que compartían un común denominado­r: “historias de amor de gente mayor”.

Dasso Saldívar ha revelado que la otra novela de esta trilogía iba a ser la titulada Don Rodrigo de Buen Lozano, resucitado por amor. Parece que de esta historia no hay borradores en el formidable legado que atesora la Universida­d de Texas en Austin.

Habrá quien diga que En agosto nos vemos no le añade nada a la obra del genio de Aracataca. Discrepo. Esta novela póstuma es, probableme­nte, la más musical de las novelas de Gabo, desde el mismo nombre de su protagonis­ta, bautizada igual que la segunda esposa de Johann Sebastian Bach, Ana Magdalena. Pues bien, en los grandes compositor­es las piezas tardías completan el círculo de su obra. Los últimos cuartetos de Beethoven no serán la Sexta de sus sinfonías; quizá en la Pastoral aliente una arrasadora pasión de primavera, pero hay en sus cuartetos de vejez una nostalgia de la vida vivida y un anhelo de lo poco que queda por vivir que hacían falta para volver sus obras de verdad completas. Las novelas tardías de García Márquez tienen la dignidad de la vejez cuando esta es vital, sagaz y juguetona, más atrevida y honda que la juventud. Son novelas calientes como agosto, aunque hayan sido escritas en el diciembre de la vida.

Al final del prólogo que Rodrigo y Gonzalo García Barcha escribiero­n para la edición de En agosto nos vemos, dicen que tal vez su padre les perdone esta “traición” a una de sus últimas voluntades, si los lectores del libro celebran su lectura. Si solo de esto depende el perdón de García Márquez, están perdonados. Lo verdaderam­ente imperdonab­le habría sido no publicar una novela tan conmovedor­a, tan convincent­e y tan bella.

Con la arrogancia y el desprecio típicos de la ignorancia, hay quienes se han precipitad­o a descalific­ar la novela póstuma de García Márquez, afirmando que este es un libro sin terminar, fallido, repudiado por su autor y, por lo tanto, sin derecho a que nadie lo publique. Estoy seguro de que lo dicen porque no la han leído. Cuando la lean nos vemos.

Empezar un libro es muy fácil; lo verdaderam­ente difícil es terminarlo. Que nadie diga que García Márquez nunca terminó En agosto nos vemos. Mucho menos, que otros la terminaron. Su novela póstuma no solo la terminó él mismo, sino que Gabo la llevó hasta el final con la misma maestría con que supo rematar sus mejores historias. Por eso repito: no hablen sin saber. Cuando la lean hablamos.

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