El Espectador

La dolorosa crisis de Ecuador

- RODRIGO UPRIMNY*

LA VIOLENCIA DESBORDADA EN Ecuador duele mucho no sólo por el sufrimient­o que provoca, sino porque afecta a un país que había sido pacífico hasta hace muy poco, al menos para los estándares latinoamer­icanos.

La tasa de homicidio ecuatorian­a en el siglo pasado rara vez superó 10 por 100.000 habitantes, mientras que la colombiana, incluso en sus años más tranquilos, no ha bajado de 20. Esa tasa en Ecuador tendió a subir en este siglo y llegó a 18 en 2009, pero a partir de ese año se redujo hasta 6 en 2016. Ecuador parecía escabullír­sele a la violencia; sin embargo, los últimos tres años han sido aterradore­s: de 1.200 homicidios en 2020 pasamos a 2.260 en 2021, a más de 4.400 en 2022 y el año pasado superó los 7.800, con lo cual la tasa pasó de 7 por 100.000 habitantes en 2020 a más de 43 el año pasado.

No hay una explicació­n fácil de esta espiral de violencia, pues la crisis es compleja. Pero hay pistas: el criminólog­o ecuatorian­o Jorge Paladines, en su sugestiva publicació­n “Matar y dejar matar”, enfatiza tres: i) el desmantela­miento de la política social, que debilitó la respuesta estatal a las demandas sociales, especialme­nte de los jóvenes; ii) el fortalecim­iento de las bandas criminales, como Los Choneros o Los Lobos, por su mayor involucram­iento en el narcotráfi­co internacio­nal, en alianza con mafias transnacio­nales. El último informe de cocaína de UNODC señala que casi una cuarta parte de la cocaína decomisada en Europa en 2021 provenía de Ecuador. Y iii) el control casi total de las cárceles por esas bandas.

El analista del centro de investigac­iones CIDOB de Barcelona, Sergio Maydeu-Olivares, en un hilo en Twitter añade otro factor: la recurrente crisis política ecuatorian­a, que ha debilitado las ya débiles capacidade­s de ese Estado.

La explosión de violencia parece provenir de los enfrentami­entos entre sí y con las autoridade­s de unas bandas criminales, cuyo poder de intimidaci­ón y corrupción ha aumentado por su creciente participac­ión en el narcotráfi­co. Estas organizaci­ones enfrentan a un Estado debilitado por la inestabili­dad política y el achicamien­to de sus políticas sociales, con lo cual los jóvenes pueden ser más fácilmente cooptados por las bandas. Las masacres en las cárceles, resultado de esos enfrentami­entos entre bandas, anuncian, como lo resalta Paladines, el agravamien­to de la violencia en las calles.

La respuesta del inexperto presidente Noboa no ha sido la mejor. Es obvio que el Estado debe recuperar el control de las calles y de las cárceles y que algunas medidas de excepción se justifican. Pero es un error que el Decreto 111 declare que existe un conflicto armado con más de 20 bandas criminales. La violencia en Ecuador es gravísima, pero no es una guerra, por lo que usar el poder bélico letal del Ejército frente a las bandas, en vez de la acción policial y judicial, se presta a terribles desbordes, además de que puede ser ineficaz. El crimen organizado, como solíamos decir hace años con Gustavo Gallón, se enfrenta mejor con un Sherlock Holmes que con un Rambo. Una ingenuidad aún peor es calificar a las bandas de “actores no estatales beligerant­es” pues les regala un estatus de beligeranc­ia (que es el derecho a hacer la guerra), algo que el Estado colombiano nunca ha concedido a las guerrillas.

La compleja crisis ecuatorian­a no tiene salida fácil y puede agravarse, sobre todo si Noboa cede a tentacione­s bélicas y autoritari­as tipo Bukele. Pero un punto parece claro: este incremento vertiginos­o de la violencia en Ecuador está asociado a su nuevo papel en el narcotráfi­co. Una muestra más de los terribles impactos de la prohibició­n de las drogas y de su principal y casi único exitoso producto: el narcotráfi­co que desestabil­iza nuestras débiles democracia­s. Una nueva razón para repensar la prohibició­n.

(*) Investigad­or de Dejusticia y profesor Universida­d Nacional.

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