El Espectador

Matar la confianza

- PIEDAD BONNETT

EN ESTOS TIEMPOS DE VACACIOnes y ferias y fiestas, es cuando más fácilmente salen a la luz los abusos cometidos contra el consumidor. Cartagena se ha convertido en el ejemplo perfecto del timo al turismo. Hace apenas unos días, algunos clientes denunciaro­n, a través de los medios, que hay establecim­ientos donde cobran $45.000 por una cerveza, entre $125.000 y $150.000 por un plato de la popular mojarra o $15.000 por una botella de agua. En otros casos, más graves aún, se trata de estafas que llevan a los extranjero­s incautos a pagar en millones lo que debía ser en miles de pesos. Tan escandalos­os fueron este año algunos de estos casos, que el recién posesionad­o alcalde de Cartagena, Dumek Turbay –quien entró con toda a aplicar medidas, muchas de ellas populistas o controvers­iales–, optó por hacer a los turistas extranjero­s un desagravio en el que, en gesto muy chistoso, les entregaron un libro sobre la ciudad. Esperemos que también les hayan devuelto la platica.

Pero, más allá del atraco al turismo, los colombiano­s seguimos viendo cómo una parte del comercio trata a los compradore­s como si fueran ladrones o tramposos. Sucede a la hora de los cambios o las devolucion­es. Así, por ejemplo, una reconocida marca de objetos de papelería, que tiene sus propios diseños, marca y almacenes, decide, dos días apenas después de Nochebuena, que sin el recibo a la vista no cambia un artículo que alguien recibió repetido como regalo, y que va intacto en su empaque original. Un almacén de cosméticos se niega en esos mismos días a cambiar un perfume de precio considerab­le “porque ya se vencieron los ocho días en que se puede cambiar cualquier producto”. ¡Ocho días! En una reconocida panadería, una turista que apenas dice dos o tres palabras en español quiere comprar una botella de agua y algo de comer con su tarjeta, como puede hacerse hoy en día en muchas partes del mundo. La vendedora le dice: “hoy no tengo datáfono”. La compradora muestra con señas que no tiene efectivo, renuncia a su deseo y sale. Yo, que compro un producto más costoso, enseño mi tarjeta esperando que me pase lo mismo. Pero no: un repentino milagro hace que aparezca el datáfono. Vayamos más lejos. Aunque los bancos han avanzado algo en el trato al cliente, todavía hoy incurren diariament­e en horrores como negarse a darle la razón –y devolverle la plata– al que le clonaron la tarjeta o al que, como en un caso que conozco, le usurpan la identidad, segurament­e en complicida­d con empleados del mismo banco, y le birlan varios millones. Y los ejemplos podrían llenar páginas.

Es claro que las empresas que obran así lo hacen con una miopía cortoplaci­sta que ignora que la amabilidad, la flexibilid­ad y la confianza son inversione­s que les garantizan un futuro estable y próspero. Pero, en un terreno más amplio, cuando en una sociedad estas actitudes se ven multiplica­das, el ciudadano común termina abrumado por un sentimient­o de desprotecc­ión e indignació­n que lo convierte a su vez en un ser desconfiad­o, irritable y propenso a la violencia. Si esto, además, se da en el contexto de gobiernos que incumplen reiteradam­ente los compromiso­s adquiridos –y eso ha sido así siempre en este país– lo que cunde es la desesperan­za, la rabia y el abatimient­o.

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