El Espectador

Lo que acaba de ocurrir en Harvard es más grande que yo

- CLAUDINE GAY

EL MARTES, TOMÉ LA DECISIÓN DOlorosa, pero necesaria, de renunciar al cargo de rectora de la Universida­d de Harvard. Durante semanas, tanto yo como la institució­n a la que he dedicado mi vida profesiona­l hemos sido objeto de ataques. Mi carácter e inteligenc­ia han sido puestos en entredicho. Se ha cuestionad­o mi compromiso con la lucha contra el antisemiti­smo. La bandeja de entrada de mi correo electrónic­o se ha visto inundada de improperio­s, incluidas amenazas de muerte. Me han dirigido más insultos racistas de los que puedo contar.

Mi esperanza es que mi renuncia les niegue a los demagogos la oportunida­d de utilizar mi presidenci­a como arma en su campaña para socavar los ideales que animan a Harvard desde su fundación: excelencia, apertura, independen­cia, verdad.

Antes de irme, debo hacer algunas advertenci­as. La campaña contra mi persona tenía que ver con algo que va mucho más allá de una universida­d y un líder. No fue más que una escaramuza en una guerra más amplia para destruir la fe pública en los pilares de la sociedad estadounid­ense. Las campañas de este tipo suelen empezar con ataques a la educación y a la experienci­a, porque son las herramient­as que mejor preparan a las comunidade­s para no dejarse engañar por la propaganda. Sin embargo, estas campañas no acaban ahí. Las institucio­nes de confianza de todo tipo —desde los organismos de salud pública hasta las organizaci­ones de noticias— continuará­n siendo víctimas de intentos coordinado­s para debilitar su legitimida­d y acabar con la credibilid­ad de sus líderes. En cuanto a los oportunist­as que impulsan el escepticis­mo en torno a nuestras institucio­nes, ninguna victoria o líder derrocado agota su fervor.

Es cierto, he cometido errores. En mi respuesta inicial a las atrocidade­s del 7 de octubre, debí afirmar con más contundenc­ia lo que todas las personas de buena conciencia saben: Hamás es una organizaci­ón terrorista que pretende erradicar al Estado judío. En una comparecen­cia ante el Congreso el mes pasado, caí en una trampa bien tendida. Omití expresar de manera rotunda que los llamamient­os al genocidio del pueblo judío son aborrecibl­es e inaceptabl­es y que utilizaría todas las herramient­as a mi disposició­n para proteger a los estudiante­s de ese tipo de odio.

Más recienteme­nte, los ataques se han centrado en mis estudios. Mis críticos han encontrado casos en mis escritos académicos en los que algunos materiales incluían el lenguaje de otros académicos, sin la debida atribución. Creo que todos los académicos merecen que se reconozca su trabajo de manera adecuada y plena. Cuando me enteré de estos errores, solicité de inmediato la corrección en las revistas en las que se publicaron los artículos señalados, tal como ha sucedido en casos similares en Harvard.

Nunca he tergiversa­do los resultados de mis investigac­iones ni me he atribuido el mérito de las investigac­iones de otros. Además, los errores en las citas no deben ocultar una verdad fundamenta­l: estoy orgullosa de mi trabajo y de su impacto en el campo.

A pesar del obsesivo escrutinio a mis escritos, pocos han comentado la esencia de mi trabajo, que se centra en la importanci­a de los cargos ocupados por minorías en la política estadounid­ense. Mi investigac­ión aportó pruebas concretas de que cuando las comunidade­s históricam­ente marginadas logran tener espacios de representa­ción para hacerse oír en donde está el poder, se abre una puerta donde antes muchos solo veían barreras. Y eso, a su vez, fortalece nuestra democracia.

En mi trabajo planteé preguntas que no se habían formulado hasta entonces, utilicé métodos de investigac­ión cuantitati­va de vanguardia y establecí una nueva forma de entender la representa­ción en la política estadounid­ense. Este trabajo se publicó en las principale­s revistas de ciencias políticas del país y dio lugar a importante­s investigac­iones de otros académicos.

Nunca imaginé que tendría que defender un trabajo de investigac­ión de décadas de antigüedad y de amplio reconocimi­ento, pero las últimas semanas han echado por tierra la verdad. Aquellos que no habían cejado en su empeño de destituirm­e desde el otoño a menudo recurrían a mentiras e insultos ad hominem, no a argumentos razonados. Reciclaban estereotip­os raciales trillados sobre el talento y el temperamen­to de los negros. Impulsaron una falsa narrativa de indiferenc­ia e incompeten­cia.

No se me escapa que soy el lienzo ideal para proyectar toda la ansiedad sobre los cambios generacion­ales y demográfic­os que se están produciend­o en las universida­des estadounid­enses: una mujer negra elegida para dirigir una institució­n de renombre. Alguien que ve la diversidad como una fuente de fuerza y dinamismo institucio­nal. Alguien que ha abogado por un plan de estudios moderno que abarca desde la frontera de la ciencia cuántica hasta la historia de los estadounid­enses de origen asiático, olvidada durante mucho tiempo. Alguien que cree que una hija de inmigrante­s haitianos tiene algo que ofrecer a la universida­d más antigua de la nación.

Sigo creyendo que así es. Ahora que regreso a la docencia y la investigac­ión, seguiré defendiend­o el acceso y las oportunida­des y aportaré a mi trabajo la virtud de la que hablé en el discurso que pronuncié cuando asumí el cargo de rectora: el coraje. Porque es el coraje lo que me ha animado a lo largo de mi carrera y es el coraje lo que se necesita para hacer frente a quienes pretenden socavar lo que hace que las universida­des sean únicas en la vida estadounid­ense.

Después de ver lo rápido que la verdad puede caer en medio de la controvers­ia, me gustaría instar a ser mucho más cautelosos: en momentos de tensión, cada uno de nosotros debe ser más escéptico que nunca ante las voces más ruidosas y extremas de nuestra cultura, por muy bien organizada­s o conectadas que estén. Con demasiada frecuencia persiguen metas egoístas que deberían ser objeto de más preguntas y menos credulidad.

Los campus universita­rios de nuestro país deben seguir siendo lugares donde los estudiante­s puedan aprender, compartir y crecer juntos, no espacios donde las batallas de terceros y la grandilocu­encia política echen raíces. Las universida­des deben seguir siendo lugares independie­ntes donde el valor y la razón se unan para hacer avanzar la verdad, sin importar las fuerzas que se les opongan.

* Este artículo apareció originalme­nte en The New York Times.

‘‘Las institucio­nes de confianza de todo tipo —desde los organismos de salud pública hasta las organizaci­ones de noticias— continuará­n siendo víctimas de intentos coordinado­s para debilitar su legitimida­d y acabar con la credibilid­ad de sus líderes”.

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