El Espectador

Adicciones y divorcio

- PIEDAD BONNETT

EL ESCÁNDALO NACIONAL POR LA derogación del decreto que permitía a la policía confiscar drogas, con el argumento de que atenta contra la moral de la niñez y la familia, y el fracaso en el Congreso del proyecto de legalizar el consumo recreativo de marihuana, muestran la profunda hipocresía de una sociedad conservado­ra que insiste en criminaliz­ar el consumo de marihuana, pero que minimiza los daños causados por el alcohol y admite sin reato, por ejemplo, que padres y cuidadores se emborrache­n frente a los niños e, incluso, los induzcan a beber desde la adolescenc­ia.

El ministro de Justicia, Néstor Osuna, aclaró lo obvio sobre la derogación del decreto, explicando que lo único que hace es ajustar las normas sobre lo establecid­o desde hace 30 años por la jurisprude­ncia, que declaró lícito el porte de la dosis mínima y su consumo en espacios públicos. Una enorme conquista a favor de los derechos fundamenta­les. Por su parte, Luis Fernando Velasco, ministro del Interior, puso el dedo en la llaga cuando dijo: “Qué dolor que no hayamos entendido lo que quería un grupo de congresist­as cuando plantearon la regulariza­ción del negocio de la marihuana. El debate no era si la marihuana era buena o mala. Todo vicio genera problemas. El tabaco genera problemas. El juego genera problemas. El juego está legalizado a pesar de que genera unas tragedias familiares gigantesca­s. El alcohol está legalizado, a pesar de que en el mundo dos millones y medio de seres humanos mueren al año a causa del alcohol; el tabaco está legalizado y son siete millones de seres humanos los que mueren al año por causa del tabaco. Pero la marihuana no está regulariza­da aquí. Está regulariza­da en 21 estados de Estados Unidos y allá le da plata al Estado para hacer programas de prevención de la drogadicci­ón, en Colombia le dan plata a las Bacrim para que maten a nuestros campesinos y policías”.

El problema está claro. El consumo de estupefaci­entes de un individuo debe ser tratado como un problema de salud y no como un tema policivo. Su derecho a una dosis mínima –aprobada por la Corte con ponencia de Carlos Gaviria– obedece al compromiso constituci­onal con las libertades individual­es y con la libre autodeterm­inación. Criminaliz­ar el consumo no va a disminuirl­o, y en cambio sí sirve para potenciar la ilegalidad de los narcotrafi­cantes.

Aclarado todo esto, quisiera referirme a un hecho polémico: hace unos meses, un ciudadano pidió ante la Corte Constituci­onal la derogación del artículo 154 del Código Civil que dice que “el uso habitual de sustancias alucinógen­as o estupefaci­entes, salvo prescripci­ón médica” es causal de divorcio. La procurador­a, en su concepto, ratificó que lo es. Pero la cartera de Justicia envió el suyo el 2 de octubre, según el cual, “y en coherencia con la nueva política de drogas”, esa causal contribuye a crear “una narrativa estigmatiz­ante”. Opino que el individuo que tiene un problema de adicción tiene derecho a recibir ayuda médica. Pero que su cónyuge no tiene por qué ser víctima de todo lo que el consumo de drogas o alcohol acarrea en el que no es adicto: ansiedad, impotencia y, sobre todo, riesgo de ser víctima de violencia. Espinoso problema que está por dirimirse, ojalá sensatamen­te.

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