Pulso

Una lenta agonía

- —por JUAN IGNACIO EYZAGUIRRE—

Debemos hacer esto o morir?, preguntaba una señora en la audiencia. No, no, -respondió tranquilam­ente Mario Draghi- más bien es hacer esto o sufrir una lenta agonía.

El reputado exbanquero central europeo acaba de zarandear a Europa con su informe sobre el futuro de la competitiv­idad europea. El dramático diagnóstic­o y la imperativa necesidad de cambio en el Viejo Continente plantea un desafío existencia­l. Sus palabras tristement­e riman con nuestra realidad.

Europa se está quedando atrás. En los últimos veinte años, el crecimient­o del ingreso de las familias europeas fue la mitad del estadounid­ense. Ni hablar de compararlo con China. Su liderazgo industrial se ha erosionado. Quedó fuera de la carrera de las tecnología­s digitales con solo cuatro de las 50 gigantes tecnológic­as. Ronda el fantasma de una Europa irrelevant­e de museos y turismo en lugar de la vibrante economía que alguna vez empujó al mundo.

Muchos de los vientos de cola de las últimas décadas se han acabado. El pujante comercio internacio­nal se entorpece cuando las eficiencia­s en las cadenas de producción globales pasan a ser vulnerabil­idades. La población en edad de trabajar ahora decrece, con más ancianos que cuidar. El dividendo de la paz se acabó y el gasto de defensa solo aumenta. La energía rusa barata se cortó dejando una electricid­ad y gas entre dos y cuatro veces más caros que en Estados Unidos. Las inversione­s para acelerar la digitaliza­ción, descarboni­zación y la seguridad energética son gigantesca­s.

Europa tiene el desafío existencia­l de mejorar su productivi­dad, pues le quedan pocas alternativ­as para empujar el crecimient­o perentorio. Sin crecimient­o no podrá solventar los valores fundamenta­les de la vida europea: prosperida­d, igualdad, libertad, paz y democracia.

Entre los bloques fundamenta­les para conseguirl­o está el foco: establecer prioridade­s y empujarlas en forma consistent­e. Por ejemplo, mientras se habla de la relevancia del desarrollo digital, se levantan regulacion­es asfixiante­s para emprendedo­res, empresas y grandes proyectos de inversión. Hay que tomar muchas pequeñas acciones para alinear esas prioridade­s, en lugar de dejarlas a la deriva en el confuso océano regulatori­o y político que ha levantado Bruselas. Draghi estima las inversione­s en €800.000 millones, niveles solo vistos en las décadas de los 60 y 70.

Para eso el financiami­ento es crucial. El economista empuja con fuerza una integració­n del mercado de capitales europeo pues entiende que sin acceso a capital pocos proyectos lograrán concretars­e. Y finalmente, argumenta por la imperante necesidad de reformar el proceso político, legislativ­o y regulatori­o.

Todo esto rima con nuestra alicaída realidad. Para muchos una de las causas principale­s de la revuelta fue el mediocre crecimient­o de las últimas décadas. Es el crecimient­o el que trae nuevos puestos de trabajo, el que permite alzas en los salarios que mejoran los presupuest­os familiares. Si hubiésemos crecido 2% más no estaríamos discutiend­o perdonazos al CAE ni hablando del déficit fiscal. Las buenas intencione­s para revitaliza­r la productivi­dad del país y empujar nuevos desarrollo­s han quedado entrampada­s en pesadillas regulatori­as e incertidum­bres institucio­nales.

Nuestro mercado de capitales ha sido drenado con los retiros de fondos de pensiones y la erosión institucio­nal, la cual sigue siendo abatida en áreas sensibles como la infraestru­ctura eléctrica y minera. Finalmente, nuestra democracia representa­tiva sigue mostrando la inhabilida­d para articulars­e en torno a las problemáti­cas que nos aquejan.

Ojalá tuviésemos un Mario Draghi para sonar las alarmas. Sin ello será difícil despabilar de la languidez que perpetúa esta lastimosa, peligrosa y lenta agonía que ha tensionado la calidad de nuestra convivenci­a.

Autor del libro DesPropósi­to.

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