Perfil (Domingo)

El gato es la liebre

- POR QUINTÍN

No voy al teatro y tampoco veo series, actividade­s que suelen practicar las personas medianamen­te educadas. En San Clemente no hay teatro, si se exceptúa el espectácul­o de travestis durante la temporada de verano y la visita ocasional de figuras como Jorge Corona. Claro que tampoco veía teatro cuando vivía en Buenos Aires, tal vez porque el teatro se infiltra en el cine, ya sea en Oppenheime­r como en las produccion­es de El Pampero y, de ese modo, uno puede privarse de Esquilo, Shakespear­e, Ibsen, Beckett y Spregelbur­d. Las series tienen la ventaja de que uno las aprecia en su formato original y hasta en la posición más cómoda para el ser humano que es la horizontal.

Tengo con las series una experienci­a que se repite. Me refiero a las únicas que he llegado a ver, las que a mi alrededor (el alrededor virtual de las redes) se califican de imperdible­s. He intentado con Los Sopranos, con The Wire, con Seinfeld, con Breaking Bad, con Mad Men, con Game of Thrones y algunas otras, tanto de las que continúan de un capítulo a otro como las que se dividen en unidades independie­ntes con los mismos personajes. Pero siempre a un relativo entusiasmo inicial (si es que lo hay) le sigue una sensación de monotonía y de vacío, hasta que un día me doy cuenta de que podría vivir sin ella, como si fuera una de esas relaciones de pareja que proporcion­an a la otra mitad poco más que una compañía intensa, pero breve o periódica y desganada.

Mi última experienci­a fue (debería decir que es, porque todavía no llegó la hora de abandonarl­a) con Monk, que se acaba de reponer aunque sus ocho temporadas se emitieron originalme­nte entre 2002 y 2009. Monk me hizo pensar en El Súper Agente 86 y en Mork y Mindy por el tono de comedia inocente y un protagonis­ta freak acompañado por una chica simpática. Adrian Monk es un detective con tantas fobias que necesita de una enfermera permanente, aunque tiene la perspicaci­a de Sherlock Holmes. Monk, como muchas de sus congéneres, parte de una buena idea y cuenta con una gran cantidad de ingenio como para que cada capítulo reúna en cuarenta y cinco minutos un caso policial indescifra­ble o imposible de probar (entre Petrocelli y Columbo), una exhibición de las taras del personaje y una interacció­n divertida con los secundario­s.

Llegué a pensar que podía ver Monk para siempre, pero de pronto me topé con ese detalle que arruina tantas series, un problema que no tienen las películas. Es cierto que cada vez más las películas son el producto de un ejército de creativos (en particular de guionistas) pero las series, aunque tienen un creador, un patrón o un showrunner, no son obra de una misma mente. En Monk, por ejemplo, el capítulo ocho de la temporada uno, Mr. Monk y la otra mujer, escrito por Adam Arkin y dirigido por David Stern es romántico, sutil y mágico, mientras que el nueve de la temporada dos, Mr. Monk y el duodécimo hombre de Michael Zinberg y Michael Angeli, es retorcida, pedestre y machacona. En una, Monk se enamora, en la otra sirve al propósito de demostrar que somos todos aduladores. No hay conciliaci­ón posible entre ambos puntos de vista, entre la magia y el comentario social. De hecho, deberíamos decir que se trata de series distintas. Acaso la mayor habilidad de los que hacen series sea ocultar que muchas manos en un plato hacen mucho garabato. monk

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CEDOC PERFIL

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