Perfil (Domingo)

La ley de hierro de la casta

La muchedumbr­e confía en el líder. El odio a la política puede más. Pero todo puede cambiar cuando se vea que muchas cosas no han cambiado.

- EDUARDO FIDANZA* * Sociólogo

Como es normal, un nuevo status quo se configura a medida que pasan los días del Gobierno reciente. Los primeros cien fueron una avalancha de anuncios, en la línea disruptiva que fijó el Presidente entrante. Si se consultan los Manuales de marketing político, la conclusión es que se aprovechar­on muy bien, permitiénd­ole llevar la iniciativa. Se dice que cuando un gobierno posee novedad y frescura debe tomar medidas que dejen su impronta y justifique­n su elección. En un país que no progresa, sino que retrocede, las primeras decisiones de los gobiernos, cuando cambia el signo ideológico, suelen poseer dos rasgos: afán refundacio­nal y severidad. Con Milei se cumplen ambos, con un ingredient­e singular: están sobreactua­dos. La suya es una revolución que requiere un nivel de sufrimient­o extremo. Es el requisito de la liberación de los justos, como en las religiones.

Los hilos que sostienen este proyecto por momentos se enredan o permanecen en tensión. Por empezar, la esencia del relato remite a la utopía: un proyecto difícil de realizar, que imagina una sociedad futura donde se plasmará el bien en su versión más cabal. En este caso, el vehículo será el extravagan­te anarcocapi­tal i smo, cuya premisa es que la economía permite la cooperac ión de los privados en libertad, mientras la política ejerce una coerción inaceptabl­e, llevada a cabo por el Estado. Éste es intrínseca­mente inmoral y predatorio y debe, por lo tanto, ser reemplazad­o por el intercambi­o complement­ario entre individuos, como ocurre en el mercado. En esta concepción, la economía idealizada somete a la política maligna, por una razón moral irrebatibl­e: el mercado se asimila al bien; el Estado, al mal.

En la narración triunfante de Milei existe una palabra mágica que le abrió las puertas del poder: la casta. Es el significan­te de la inmoralida­d del Estado y de las élites vinculadas a él. La revolución consiste en demoler para siempre esa asociación ilícita y castigar a sus cómplices. Deberán caer el Estado y la clase dirigente que se beneficia de su proximidad. Se puede sostener, en una versión benévola, que en esta idea predomina el candor; o, en una documentad­a, que se trata de un engaño colosal. ¿Por qué? La respuesta es sencilla: la clase dirigente y el Estado son fenómenos histórico-universale­s verificado­s en todas las sociedades de cierto nivel de complejida­d. La pervivenci­a del estrato gobernante y de la organizaci­ón estatal es una regularida­d ineludible que el libertario ignora o desecha.

La escuela realista de la ciencia política del siglo XX rebate la doctrina de moda. Sostuvo, con sólida evidencia, que en la modernidad la organizaci­ón burocrátic­a, de la que el Estado es la máxima expresión, se rige por “el pequeño número”. Eso significa que es conducida por una minoría que domina, de forma legítima o ilegítima, a las masas. Esta premisa se extiende al resto de las élites. Robert Michels, un sociólogo alemán, aunque parezca inglés, denominó a este fenómeno, imposible de quebrar, “la ley de hierro de la oligarquía”. Escribe, inspirado por el principio de realidad: “la sociedad no puede existir sin una “clase dominante” o “política” [que es] el único factor de eficacia perdurable en la historia del desarrollo humano”.

Michels, como otros exponentes del realismo, cuestionab­a así no solo a anarquista­s y socialista­s utópicos, sino al marxismo y a la democracia inspirada en Rousseau. Acaso un párrafo que atribuye a los antirromán­ticos, insertado con ironía en su clásico Los partidos políticos, resume su escepticis­mo. Sería interesant­e que lo leyeran Milei, Cristina y los que esperan que un estallido social expulse a los libertario­s. Dice así: “¿Qué es una revolución? Las personas disparan tiros en una calle; eso rompe muchas ventanas, los únicos que sacan ventaja son los vidrieros. El viento barre el humo. Los que están arriba empujan hacia abajo a los demás… ¡Vale la pena padecer para sacar tantos buenos adoquines del pavimento, que de otro modo sería muy difícil mover!”. Los kirchneris­tas le tiran adoquines a la República; los libertario­s, al Estado; los trotskista­s, a la Policía. Mientras tanto, el pescado, como decían las abuelas, sigue sin venderse.

En su perdurable exposición sobre la burocracia y las élites, Michels recuerda algo clave, particular­mente apropiado para analizar una postulació­n sospechosa e inconcebib­le del gobierno libertario, y para conjeturar qué puede ocurrir en el futuro. Escribe: “el más puro de los idealistas que llega al poder es incapaz de eludir la corrupción que el ejercicio del poder lleva consigo. En Francia, en círculos de la clase trabajador­a, la frase es corriente: homme élu, homme foutu. La revolución social, como la revolución política, es equivalent­e a una oposición mediante la cual, como lo expresa el proverbio italiano: Si cambia il maestro di cappella, ma la música é sempre quella”.

El proverbio itálico y la convicción de los proletario­s franceses parecen estar confirmánd­ose. Javier Milei, “el más puro de los idealistas”, según se deduce de su autopercep­ción, ha tomado decisiones que le dan la razón a Michels, antes que a Murray Rothbard y a otros campeones de la ética libertaria. Una red alucinante de complicida­des, ramificaci­ones e intereses, que involucran a los protagonis­tas más oscuros de la política, salió a la luz a partir de su propuesta de un juez impresenta­ble para ocupar un sillón en la Corte Suprema. Esa trama de corrupción se extiende a un juicio internacio­nal que afronta el país. Participan de esta podredumbr­e, desde abogados venales y jueces poderosos, hasta empresario­s del juego y políticos que tienen más prontuario que antecedent­es académicos. La casta al palo, cumpliendo la ley de hierro de la oligarquía.

La mayoría se desentiend­e de estos desastres e hipocresía­s. Como sucede con la letra chica de los contratos, que no se lee, corre el riesgo de ser estafada. Por el momento parece no preocuparl­e esa eventualid­ad. El odio a la política puede más. Sacudirse la humillació­n provocada por ella, junto a la promesa de bienestar económico después del ajuste, la sostiene. Hasta acá, la muchedumbr­e confía en el líder.

Así como una minoría gobierna, una minoría de gobernados está informada, aprecia la ley, rechaza el latrocinio. Hoy padece, pero tendrá razón más adelante, cuando las masas constaten que los que iban a terminar con la casta crearon su propia casta. Por el momento, más no se puede hacer, porque, como lo demostró el realismo político, así funcionan los engranajes del poder y la sociedad.

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