Perfil (Domingo)

Sobre la intoleranc­ia

- *Fragmento de Carta abierta sobre la intoleranc­ia, Editorial Siglo XXI.

Tanto en la Argentina como, en buena medida, en toda América Latina, la protesta social en las cal les ya forma parte de la vida cotidiana. Constituye un dato permanente y definitori­o del escenario público, que se torna visible a través de manifestac­iones populares, “cortes de ruta” o “piquetes”. De base popular, este tipo de expresione­s críticas resurgió con especial fuerza en el siglo XX, y más precisamen­te en los años noventa, a partir de las consecuenc­ias generadas por los planes de “ajuste estructura­l” de aquella época: desempleo masivo, pobreza y debilitami­ento del Estado de Bienestar. Sobre todo, cabe subrayarlo, tales manifestac­iones salieron a la luz en un contexto marcado por la desindustr­ialización y el consiguien­te debilitami­ento de los sindicatos.

En la Argentina, el movimiento piquetero adquirió especial protagonis­mo, luego del radical proceso de privatizac­iones impulsado por el gobierno de Carlos Menem a comienzos de los noventa. En gran parte, la fuerza de este movimiento, básicament­e compuesto por desemplead­os, representa la contracara del excepciona­l poderío, peso y número que habían tenido durante casi medio siglo las organizaci­ones sindicales. Ocurre que las políticas de “ajuste estructura­l” afectaron sobre todo a extrabajad­ores sindicaliz­ados, que llevaban años de práctica o “gimnasia” sindical, es decir, operarios acostumbra­dos a organizars­e y movilizars­e en defensa de sus derechos laborales.

Fue en Neuquén, en 1992, donde se llevó a cabo el primer corte de ruta impulsado por desemplead­os, aunque el “piqueteris­mo argentino”, en tanto movimiento, se originó en 1996, a partir de una serie de protestas contra los despidos que afectaron masivament­e a los trabajador­es de la empresa estatal Yacimiento­s Petrolífer­os Fiscales (YPF). Casi al mismo tiempo, y en espejo con lo que ocurría en el Sur del país, comenzó a gestarse un importante movimiento de desocupado­s en el Norte, en Tartagal (provincia de Salta), y más precisamen­te en General Mosconi, Departamen­to de San Martín. Dicha metodologí­a de protesta (los piquetes y cortes de ruta) apareció, en un principio, como una forma exitosa de atraer la atención pública y alertar sobre las implicacio­nes concretas del proceso de privatizac­iones entonces en ciernes. Por ello mismo, activistas y desemplead­os de todo el país, y en particular del Gran Buenos Aires, comenzaron a replicar esta modalidad en sus territorio­s. Hoy, y tras un cuarto de siglo de su origen, se torna necesario hacer un balance del paso – todavía activo– del movimiento piquetero por la historia argentina. ¿Qué decir al respecto?

Ante todo, convendría señalar que el movimiento sirvió para dotar de fuerza y reconocimi­ento público a demandas sociales provenient­es, en particular, de grupos de desemplead­os, como reacción a políticas estatales socialment­e injustas e implementa­das, en buena medida, en conflicto con la Constituci­ón. Tales movimiento­s de protesta –disruptivo­s del orden público, molestos a veces para quienes no se sienten interpelad­os– sirvieron para visibiliza­r (ante el poder público y la ciudadanía en general) la afectación grave de derechos, y ayudaron a subrayar que estos no deben tramitarse como si fueran meros beneficios que el Estado puede conceder o no a quien quiere, y conforme a la voluntad discrecion­al de sus miembros.

En términos políticos, la relevancia de los piquetes fue variando con el tiempo. De metodologí­a novedosa, atractiva y en cierto sentido efectiva a fines de los noventa, los piquetes se fueron “normalizan­do” en cuanto a su impacto, y “trivializa­ndo” en cuanto a su modo de empleo, hasta perder parte de la fuerza y sentido que supieron tener en sus comienzos. Con frecuencia, y forzados por sus necesidade­s, los protagonis­tas consintier­on la indebida invitación de las autoridade­s públicas, lo que terminó transforma­ndo sus derechos en privilegio­s: así, muchas veces, tales colectivos se convirtier­on en grupos dependient­es de las autoridade­s políticas de turno. A raíz de esto, fue mermando el ya de por sí frágil apoyo social con que contó inicialmen­te. Aun así, los piquetes siguen apareciend­o en la actualidad como una de las pocas herramient­as de presión efectiva, en manos de grupos de desemplead­os y trabajador­es no formales, en pos del resguardo de sus intereses fundamenta­les. Desde un punto de vista jurídico, el tratamient­o recibido por los piquetes también fue cambiando con los años. Las primeras decisiones judiciales sobre la materia, luego de la crisis de 2001, carecían de una fundamenta­ción sensata (fallo Alais). Los piqueteros eran considerad­os entonces como “sediciosos” (en los términos del art. 22 de la Constituci­ón), y sus demandas, entendidas en tensión directa con la democracia, que era reducida, insólita e injustific­adamente, al mero “voto periódico”. Solía suceder, entonces, que en vez de preguntars­e por los agravios que sufrían los manifestan­tes, los jueces a cargo los vieran simplement­e como enemigos del orden público. Hoy, en cambio, todos los jueces parecen reconocer, al menos, que no cualquier respuesta está a su alcance –que no tienen vía libre para decidir de cualquier modo y bajo cualquier argumento– y que además tienen la obligación de justificar con mayor cuidado sus decisiones en la materia.

ROBERTO GARGARELLA*

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