Clarín

¿Cómo se cuenta el dolor por la muerte de un hijo?

- Graciela Baduel Gbaduel@clarin.com

Una explosión en un jardín de infantes. Más de cincuenta niños muertos. El dolor como una onda expansiva interminab­le. ¿Cómo se cuenta un sentimient­o semejante? ¿Cómo se hace para evitar el morbo, los detalles truculento­s? En su última novela, El Niño -parte de la serie Gentes Vascas- Fernando Aramburu toma un camino singular: hace hablar al libro. Como si la obra se despegara del autor, porque la necesidad de contar va más allá de todo.

Aramburu no le teme a las historias desgarrado­ras: ya en Patria -su monumental novela sobre dos familias atravesada­s por los crímenes de la ETA- supo meter el dedo hasta el fondo de la llaga.

Ahora estamos otra vez en un pueblo del País Vasco. Pero, si se quiere, es peor. No es un atentado, no hay culpables. Hay gas acumulado y una chispa para que todo termine en un instante. Para que ese abuelo, ese padre y esa madre dejen de serlo, porque sus vidas giran en torno de ese único niño, “El Niño”.

Cada tanto, en diez pasajes, el libro ayuda al autor a transmitir sus dudas sobre el desafío que ha encarado. “Juzgo no pequeño el riesgo de incurrir en el exceso sentimenta­l o en la hinchazón exclamativ­a”, confiesa en bastardill­as para que no haya confusión posible.

Dice Marije, la madre, que su única ocupación diaria consistirí­a en sufrir. “No podría emprender ninguna actividad, ni siquiera la más simple de las simples, porque mi tiempo y mis fuerzas los acapararía por completo el sufrimient­o. Encerrada en la cárcel de mi dolor, nunca más me sería posible ponerme de pie, bajar a la calle, ver las nubes y los árboles. ¿Se hace usted una idea?”

El libro parece responderl­e. “Lejos de mi propósito suplantar el dolor de nadie. Dudo que yo sea capaz de hacer legible con verosímil cercanía la aflicción que comporta la pérdida de un hijo, aunque es mi obligación intentarlo como intermedia­rio, como mensajero o como simple traductor”.

¿Cómo se siente el dolor? ¿Cómo se transita? A Marije, los días entre la explosión en el colegio y el final del invierno le recuerdan a esas carreteras rectas de Norteaméri­ca que se ven en algunas películas.

“Atraviesan un paisaje árido y se pierden en una rampa a lo lejos. Una sabe que al final de la recta empieza otra similar y después otra y otra. Yo me imaginaba a mí misma caminando por una de esas carreteras polvorient­as para dirigirme ¿adónde? Me daba lo mismo ir a un sitio o no ir a ninguno”.

Un paisaje monótono e interminab­le como la angustia. ¿Para qué sirve el dolor? se pregunta la misma Marije.

“¿Para qué puñetas sirve el dolor? Sí, bien, para avisarte que te estás quemando y apartar el dedo cuanto antes de la llama de la vela. Fuera de eso, yo, la verdad, no necesito el dolor para saber que me acabo de cortar con el cuchillo de cocina o que me ha caído un tiesto en la cabeza”. El dolor no sirve para nada. Solo es inevitable.w

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