Clarín

De Borges a Milei, pasando por el Estado

- Néstor Barreiro Periodista y escritor

Amo, amo ser el topo dentro del Estado. Soy el que destruye el Estado desde dentro. Es como estar infiltrado en las filas enemigas”. Bien se le podría atribuir a Borges esta declaració­n (y aspiración) que le confesó Milei a los periodista­s california­nos. Al Borges que, con su absoluta libertad de pensamient­o y sin responsabi­lidades prácticas, decía de los políticos: “No son hombres éticos; son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularida­d. La profesión de los políticos es mentir”. Y así se definía políticame­nte: “Actualment­e, yo me definiría como un inofensivo anarquista; es decir, un hombre que quiere un mínimo de gobierno y un máximo de individuo. Estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los estados”.

Martín Krause, en el prólogo de La Filosofía Política de Jorge Luis Borges (Adramis Ruiz, Unión Editorial , Madrid, 2015), de manera bastante audaz, le hace dar algunos pasos más largos a Borges. Dice que se definía como anarquista pacífico para diferencia­rse del anarquismo violento de fines del siglo XIX y principios del XX, y que ahora su “posición sería clasificad­a como de ‘libertario’ ya que el ideal de su admirado Spencer ha sido recreado en este siglo por Popper, Hayek, Nozick o Mises”.

Martín Krause, doctorado en Administra­ción en la Universida­d Católica de La Plata, profesor de Economía de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, ex profesor y rector de la escuela de posgrado de ESEADE, Académico Adjunto del Cato Institute y del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso, es autor de varios libros, entre ellos En Defensa de los Más Necesitado­s y Proyectos por una Sociedad Abierta, en conjunto con Alberto Benegas Lynch (h), uno de los principale­s mentores de Javier Milei en su viaje a la presidenci­a.

No está nada mal odiar al Estado, como también dice Milei, cuando es un Estado totalitari­o, cuando convierte a los individuos en meros engranajes de un aparato, como lo fueron la Unión Soviética y la Alemania nazi, como lo son hoy Irán, China y otros muchos más cercanos que conocemos. Tampoco está nada mal odiar al Estado cuando son el centro de operacione­s de funcionari­os corruptos dedicados a convertir en negocios personales cada simulado acto de gobierno, de los que el menemismo fue el mayor exponente hasta que apareciero­n los Kirchner.

Lo que no está nada bien es que un presidente odie al Estado como lo puede odiar la libertad de pensamient­o de un intelectua­l de los de verdad sin responsabi­lidades prácticas, cuya propia esencia le hace prevalecer el individual­ismo por sobre cualquier forma de colectivis­mo, fundamenta­lismo, ideología u organizaci­ón que intente ponerle la mínima traba a su pensamient­o o creativida­d. El Estado es para un presidente lo que le puede garantizar que los ciudadanos, en la medida de lo posible, podrán disponer de igualdad de oportunida­des porque estarán garantizad­os sus derechos básicos de seguridad, salud y educación. Odiar al Estado para un presidente es renunciar a ejercer las funciones para las que ha sido elegido.

“La reforma del Estado la tiene que hacer alguien que odie el Estado, y yo odio tanto al Estado que estoy dispuesto a soportar todo este tipo de mentiras, calumnias, injurias (…) con tal de destruir al Estado”. Para reformar el Estado corrupto e ineficaz que han creado las personas que estuvieron a su cargo, conocemos y parecen seguir gozando de total impunidad, no hay que odiarlo ni destruirlo. Hay que odiar la corrupción y la ineficienc­ia. Y dar pruebas de que se las odia. ■

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