Clarín

La emoción de las simples cosas

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

“No dudo que la majestad y la belleza del mundo están latentes en cualquier minucia”. Lo que alguna vez escribió el fotógrafo Walker Evans parece describir a la perfección la obra de Isabel Quintanill­a, que acaba de protagoniz­ar la primera retrospect­iva que el Museo Thyssen dedica a una pintora española. Sin quitar méritos a nadie, es un acto de justicia. Pararse frente a cualquiera de sus cuadros es una invitación a sumergirse en la vida de todos los días, no de ella sino de cualquiera; es volver a la infancia, es como espiar en la intimidad de una mujer que es todas y cada una. Su hogar se convierte en el hogar por antonomasi­a. Un hogar al que nos asomamos como en puntas de pie, para no molestar, para no despertar a todos aquellos que no aparecen en el cuadro pero cuya presencia late a través de los objetos más triviales: en los rincones, bajo la luz de una lámpara que ilumina un escritorio en la noche, en la máquina de coser que ningún pie agita, velado homenaje a la madre modista que se hizo cargo del hogar cuando quedó viuda, en la cortina que el aire plegó de manera caprichosa. ¿Cómo es posible que un simple vaso Duralex, pintado una y mil veces, abandonado como quedó sobre la mesa, medio vacío, medio lleno, con un ramito de pensamient­os, nos hechice de esa manera, nos conmueva casi hasta las lágrimas? He ahí la magia de la mirada y del pincel de esta mujer que nació en Madrid en 1938, fue figura central del realismo español, y murió en 2017 a los 79 años. De perfil bajo, alguna vez dijo, a modo de definición de su trabajo, “porque en la realidad está todo. El artista lo que hace es transforma­r esa realidad en otra realidad, que es arte”. Ni más ni menos que lo que se dedicó a hacer toda su vida.

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