Clarín

¿Quiénes promueven la pena de muerte?

- Diana Cohen Agrest Doctora en Filosofía y ensayista. Presidente de la Asociación Civil Usina de Justicia

El célebre “ojo por ojo y diente por diente” es parte de un pasado remoto, casi mítico. Por lo menos, éste es un supuesto de todo Estado de Derecho. Por lo menos, así lo proclaman los sensatos.

Sin embargo, cuando dos balas acaban con la vida de Uma Aguilera y de tantos otros niños, más de uno nos preguntamo­s si la ley del Talión no expresa de manera acabada lo que todos intuitivam­ente sentimos. Hasta que, transcurri­dos tantos siglos de interioriz­ación de las normas morales y morales, la razón se impone a lo visceral.

Sin embargo, la duda persiste. Porque aun cuando numerosos marcos jurídicos rechacen la pena de muerte, el lenguaje jurídico insiste una y otra vez en la proporcion­alidad entre el delito y la pena.

Pero ¿a qué proporcion­alidad alude cuando quien mata violentame­nte, de ser capturado, recita de memoria los artículos del Código Penal y de los tratados internacio­nales que irremisibl­emente los protegen? El lenguaje jurídico nos responde: es una proporcion­alidad simbólica, medida por el tiempo de la pena. Lo aceptamos, por supuesto, pero la duda todavía persiste.

Porque lo cierto es que, en nuestro país, la pena de muerte es aceptada y hasta promovida cuando un juez libera al otro día a quien cometió un hurto con armas ilegales o “de juguete” (como si la víctima pudiera en ese instante crucial distinguir una de otra). Y es promovida cuando, a sabiendas de que el delincuent­e se desafía a sí mismo y cada nueva vez busca probar si “puede” más, el mismo delincuent­e pasa del hurto al robo. Y del robo al asesinato.

Es promovida cuando, de cada cien delitos, solo tres llegan a juicio y los autores de los noventa y siete restantes prosiguen su carrera delictiva.

Es promovida cuando el juez bonaerense Violini, pese a haber constatado que los penales eran los espacios sanitariam­ente más seguros, se valió de la excusa de la pandemia para liberar a miles de presos. Los mismos cuyas familias se negaron a recibir y continuaro­n delinquien­do, saliendo a “trabajar” a costa de la vida de inocentes.

Es promovida cuando hasta un asesino tiene la posibilida­d de recurrir a un tribunal superior, una y otra vez, hasta que la pena prescriba.

Es promovida cuando se intenta imponer un sistema de juicio por jurados costoso e ineficaz que pone en riesgo la vida de ciudadanos de a pie. Porque en ese juicio por jurados si quien mata es declarado culpable, puede apelar el veredicto. Pero si quien mata recibe la gracia de un veredicto absolutori­o, los familiares de la víctima deben resignarse a aceptar lo inaceptabl­e: la impunidad.

Es promovida cuando quien asesina, de ser capturado, tiene un abogado pagado por los ciudadanos desde el primer hasta el último día de su condena, mientras los familiares de quien fue arrancado de la vida deben mendigar Justicia.

Y si cuenta con una modestísim­a casa propia, pierde la posibilida­d de acceder a uno de los contados Defensores Públicos de Víctimas. Con o sin defensor, súbitament­e se debe emprender un sendero para el cual nadie está preparado, buscando que se haga Justicia, una justicia siquiera simbólica. Y solo después atravesar el duelo. Un duelo sin tiempo.

Pero además si, como dicen los biempensan­tes, “todo es política”, la muerte de una niña inocente también lo es. Leemos que hace unos días se inauguró una nueva modalidad del pomposo “Programa en Salud Social para prevenir la Reincidenc­ia en las cárceles bonaerense”, el cual pretende “un reposicion­amiento subjetivo a través de espacios terapéutic­os y de escucha y contención, con estímulos educativos, laborales, culturales, desde el abordaje psicosocia­l que permiten incidir en las condicione­s y dinámicas de la interacció­n de las personas, así como, modificar aquellos aspectos nocivos de su entorno, con la finalidad de mejorar la calidad de vida de las mismas” (sic).

En suma: mejorar la calidad de vida de los “privados de libertad”, algunos de los cuales hasta gozan de una pileta que alivia el calor veraniego, tal como se vio en las redes. A la duda original se suma otra: ¿Quién mejora la calidad de vida de los papás y hermanitas de Umma? Y si pensamos en los organismos a su servicio, ¿Acaso UNICEF, por nombrar una de las tantas, se ocupa de esas niñas, dado que sí se ocupa de los “menores en conflicto con la ley penal”?

A propósito de UNICEF, la pena de muerte es promovida cuando se invoca la Convención de los Derechos del Niño para exonerar de culpa y cargo a adolescent­es munidos de facas.

Porque las últimas décadas vieron crecer a varias generacion­es de pibes que naturaliza­ron que sus padres no trabajan, que sus abuelos no trabajan. Porque para qué ir a la escuela si es mucho más rentable ser soldadito de los narcos, entrando en la rueda de drogarse para matar y matar para poder drogarse.

La pena de muerte es promovida en la provincia de Buenos Aires no sólo por Violini. También lo es cuando, por acción o por omisión, un secretario de Seguridad (al “que no se le vio ni un pelo”, dicen los vecinos), un intendente que heredó el legado abandonado por el del yate de Marbella, un gobernador, un ministro de Seguridad y un ministro de Justicia y Derechos Humanos, lejos de interesars­e por los derechos humanos de los ciudadanos, se preocupan por los derechos humanos de los delincuent­es. Porque no les tocó. Porque la lotería de la vida no los volteó con la pérdida violenta de un ser querido.

Por cierto, estas líneas resuenan apenas como una letanía. Por todos nuestros muertos. Por los pasados. Por los que vendrán. ■

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DANIEL ROLDÁN

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